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Posts Tagged ‘Salmo 68’

Es notable encontrar tanta alegría en la literatura del lamento y la necesidad.

Una característica recurrente de las oraciones de los Salmos es la felicidad de los humildes que han visto actuar a YHVH. ‘Has cambiado mi lamento en danza, las cenizas en un manto de alabanza’ es un reconocimiento poético explícito de un tema que corre profundo y silencioso en otros lugares. Los que no tienen ninguna esperanza fuera de YHVH, ningún otro recurso que el movimiento del cielo, son los participantes más naturales en esa alegría explosiva que fluye cuando se ve actuar a YHVH.


El Salmo 68 relata la vida de un hombre a la sombra de un adversario formidable. El Salmo 69 narra la vergüenza que es la corteza seca de los justos que sufren a manos de los opresores más cercanos. Ambos poemas -más largos que la mayoría y más repetitivos en su delineación de lo que es estar acorralado por las circunstancias y la enemistad- dibujan lo que significa la penuria. Lo que la indefensión siente en los huesos. Lo que la calumnia hace a la carne y al espíritu. Palabras como éstas brillan como carbones calientes cuando un lector que ha conocido esos rincones oscuros de la experiencia humana se encuentra con ellas.

Ambos salmos estallan con pequeñas y densas celebraciones de alegría.

El Salmo 68 insta a la realidad a configurarse de esta manera:

Levántese Dios; sean esparcidos sus enemigos,
y huyan delante de Él los que le aborrecen.
Como se disipa el humo, disípalos;
como la cera se derrite delante del fuego,
así perezcan los impíos delante de Dios.
Pero alégrense los justos, regocíjense delante de Dios;
sí, que rebosen de alegría. 

Salmo 68:1-3 (LBLA)

Las oraciones de los justos que sufren no son quisquillosas al contraponer la alegría de los pequeños de YHVH a la desolación de los malvados, pues en momentos como los suyos no les preocupa demasiado lo que puedan pensar los vecinos más sensibles.

El siguiente salmo, el sesenta y nueve, es aún más conmovedor al pintar el retrato del sufrimiento como una muerte acuosa. Sin embargo, Dios no hace nada:

Sálvame, oh Dios,
porque las aguas me han llegado hasta el alma.
Me he hundido en cieno profundo, 
y no hay donde hacer pie;
he llegado a lo profundo de las aguas, 
y la corriente me anega.
Cansado estoy de llorar; 
reseca está mi garganta;
mis ojos desfallecen 
mientras espero a mi Dios. 

Salmo 69:1-3 (LBLA)

La calumnia -palabras destiladas en veneno- es su arma:

Tú conoces mi afrenta, mi vergüenza y mi ignominia;
todos mis adversarios están delante de ti.
La afrenta ha quebrantado mi corazón, y estoy enfermo;
esperé compasión, pero no la hubo;
busqué consoladores, pero no los hallé.
Y por comida me dieron hiel,
y para mi sed me dieron a beber vinagre. 

Salmo 69:19-21 (LBLA)

Sin embargo, incluso en este crisol de la vergüenza, donde la reivindicación parece haber sido no sólo pospuesta sino cancelada del todo, la esperanza es expresable en el lenguaje de la alegría de los humildes:

Con cántico alabaré el nombre de Dios,
y con acción de gracias le exaltaré.
Y esto agradará al Señor más que el sacrificio de un buey,
o de un novillo con cuernos y pezuñas.
Esto han visto los humildes y se alegran.
Viva vuestro corazón, los que buscáis a Dios.
Porque el Señor oye a los necesitados,
y no menosprecia a los suyos que están presos. 

Salmo 69:30-33 (LBLA)

La alegría de los humildes solía saludar al profeta galileo cuyas palabras aludían tantas veces a este motivo, generalmente en el verso hebraico de los escritos sagrados de su pueblo.

Otros pueden despreciar a los que languidecen en los lazos de las palabras y del acero. El Señor, nos instruye el salmista, no lo hace.

La alegría irrumpe al unísono ante un amanecer así.

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El Salmo sesenta y ocho se refiere a una deidad en procesión con una expresión arcaica que podría traducirse como: “Él del Sinaí”.

La fe de Israel no comienza con abstracciones ni con generalizaciones sobre una deidad cósmica y sus reglas inmutables. Más bien, la fe en YHVH comienza para Israel con el recuerdo de una liberación que le hace perder el poder invencible que era Egipto, su captor. Con el tiempo, la fe de Israel generará exquisitas afirmaciones sobre la creación y su solidez, sobre las estructuras intemporales de la realidad bajo el gobierno de YHVH, sobre la sabiduría que se requiere para habitar un lugar así.

Pero no al principio. En el inicio de su fe se encuentra el recuerdo de haber sido rescatado, de la liberación, del sustento contra todo pronóstico.

En semejante contemplación nace el sobrenombre “Él del Sinaí”:

Oh Dios, cuando saliste al frente de tu pueblo,
cuando marchaste por el desierto, (Selah)
tembló la tierra; también se derramaron los cielos 
ante la presencia de Dios; el Sinaí mismo tembló 
delante de Dios, el Dios de Israel. 

Salmo 68:7-8 (LBLA)

El Sinaí es, en la narración del éxodo de Israel de Egipto, un lugar para recuperar el aliento. Sin embargo, es mucho más. Es el lugar donde esta banda de esclavos fugados se constituye en nación. En esencia, es el monte donde el divino Rescatador de Israel—el Dios de sus padres recién incorporado a la escena histórica—trajo a Israel sin aliento hacia sí y proporcionó el libreto por el que sobrevivirían a esa proximidad sin matarse unos a otros.

YHVH el Rescatador, YHVH el Protector, YHVH el Dador de la Torá, todo ello contribuye a la facilidad con que el salmo se refiere a “Él del Sinaí”.

Pero no se trata de un mero análisis retrospectivo de la historia. Israel recita este salmo con una necesidad ansiosa y a veces desesperada de que YHVH vuelva a ser este militante. “Él del Sinaí” es precisamente el que Israel necesita que su Dios vuelva a ser para él una vez más:

El Dios tuyo ha mandado tu fuerza;
muestra tu poder, oh Dios, tú que has obrado por nosotros. 

Salmo 68:28 (LBLA)

Así leemos los Salmos. Así los necesitamos.

Así saludamos un nuevo día con su mezcla letal de ansiedades y amenazas, suplicando a un Dios en procesión que haga esta mañana lo que logró para aquellos esclavos cubiertos de polvo que se reunían inquietos ante la montaña cuyo nombre Le da el salmista.

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Es casi imposible, al borde de la muerte, imaginar la vida.

La muerte siempre hace gala de su inevitabilidad. Despojada de su ruidosa teatralidad, la muerte no es ni la mitad de temible. Pero prefiere que el secreto no salga a la luz.

Cuando leemos y cantamos los salmos, ensayamos el testimonio de hombres y mujeres -tan reales como nosotros, sólo que de hace mucho tiempo- que se vieron abrumados por la pretensión absoluta de la muerte, sólo para ver con sorpresa cómo YHVH invertía las cosas en un instante.

Bendito sea el Señor, que cada día lleva nuestra carga, el Dios que es nuestra salvación. Selah.
Dios es para nosotros un Dios de salvación, y a Dios, el Señor, pertenece el librar de la muerte.

Salmo 68:19-20 (LBLA)

Uno se podría permitir una sacudida retrospectiva, mirando hacia atrás en el momento aparente de la muerte, por lo cerca que estuvimos de ser absorbidos por ella. Haber escapado de la muerte, por muy convincente que sea o por mucho tiempo que pase, es haberlo hecho a duras penas. Por los pelos.

La muerte es presuntuosa, pero no un enemigo menos siniestro por exagerar.

Tanto si el propio roce con la muerte se produjo a través de una repentina externalidad, de la lengua ácida de quien una vez nos amó, del regreso de la empinada pendiente de la adicción o de esa destrozada depresión que reclama cada miedo como propio, es bueno detenerse y recordar lo cerca que estuvo todo.

Por Dios, casi me muero. Increíble, casi nos perdemos por completo.

Entonces, tras hacer una pausa -y estremecernos por cómo podrían haber sido las cosas-, cantamos:

Dios es para nosotros un Dios de salvación, y a Dios, el Señor, pertenece el librar de la muerte.

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