Lo que sigue es mi historia. No es muy importante, pero es la única que tengo. Si crees que aprender las lenguas bíblicas debe ser rápido o fácil -y sobre todo si estás esperando que la experiencia sea siempre alegre y simpática- no sigas leyendo. ===========================================================
Yo tuve la suerte de aprender hebreo en condiciones poco óptimas.
La verdad es que no llegué a la tarea con mucha pasión. Me consideraba un ‘tipo del Nuevo Testamento’ y me dispuse para estudiar un M.Div. de manera que fuera más bien una especie de M.A. alargada en Nuevo Testamento. Eran Juan y Pablo los que me aceleraban el pulso, no Moisés y Jeremías. Había aprendido griego en la universidad y nada iba a interponerse entre los textos del Nuevo Testamento y estos ojos míos. Esta alma mía.
Pero el hebreo era un requisito del M.Div. y no me opuse. Nunca se me había ocurrido que pudiera hacer estudios avanzados en Biblia en el futuro. Esa idea nació años después. No cursé hebreo para que me admitieran posteriormente en un doctorado. Simplemente quería conocer la Biblia desde lo más cerca posible y luego enseñarla como una consecuencia de esa íntima conexión. Cualquier otra cosa me habría parecido una farsa, como si pasara por delante de una cueva llena de diamantes y no asomara la cabeza para ver si alguno de ellos estaba en la superficie para agarrarlo.
No fue hasta dos semanas antes de asumir responsabilidades en un seminario en Costa Rica que el decano me comentó, ‘Ah, David, es que vos vas a ser nuestro fulano del Antiguo Testamento’. Menos mal había estudiado el idioma en que el primer testamento fue escrito. Pero por solo dos escasos semestres. Y bajo condiciones poco alentadoras.
Mi mujer y yo acabábamos de tener un niño y otro estaba en camino. Ella trabajaba de día en Hewlett Packard y yo trabajaba de noche cargando camiones en UPS, en un dudoso esfuerzo por evitar una deuda educativa que pudiera retrasar nuestro pretendido servicio misionero. Era un trabajo muy agotador para mi cuerpo de veintitantos años, posiblemente tan exigente físicamente como lo había sido el baloncesto colegial para mi cuerpo adolescente una década antes. Por dos años, mi trabajo era cargar y durante otros dos años supervisar a los cargadores, lo que significaba que ahora añadía la responsabilidad organizativa al negocio de cargar los camiones de los chicos que estaban demasiado enfermos, borrachos, deprimidos o poco comprometidos para registrarse a las 3:00 a.m. No era el único trabajo de nadie. Todos trabajábamos en varias cosas. Todos vivíamos al límite.
Para mí fue tanto agotador como necesario, al fin y el cabo era una manera de estar en el seminario sin pasar hambre.
Los fines de semana, mi esposa y yo nos renovábamos sirviendo como pastores de jóvenes en nuestra iglesia. Pero esa es otra historia. Un rollo de grandes ironías y de poco sueño. Éramos locos.
Mi viejo Ford Pinto no tenía calentador y éramos demasiado pobres para averiguar por qué y arreglarlo. A menudo, en el invierno de Nueva Inglaterra, mis viajes de 35 minutos al trabajo eran al volante de un coche en donde la temperatura era de un solo dígito, en Fahrenheit. O menos. A menudo gritaba a todo pulmón mientras avanzaba por la oscura autopista para mantenerme despierto, con todo el cuerpo temblando de frío.
Después del trabajo, apestando por la transpiración del turno de la noche, conducía a la guardería los días que no tenía clases por la mañana para poder recoger a nuestro hijo pequeño Christopher, al que mi mujer había dejado dos horas antes de camino al trabajo. Nuestros carros pasaban por la ruta 128, ella en dirección oeste y yo en dirección este. Yo estudiaba todo el día mientras cuidaba a Christopher. Una vez me desperté con la huella de la alfombra en la cara, tras haberme quedado dormido en el suelo mientras gateaba detrás de mi hijo en pañales.
Como mi despertador sonaba a la 1:30 de la madrugada, solía decirles a los amigos que nos visitaban a eso de las 9:00 de la noche: ‘Pueden quedarse todo el tiempo que quieran, pero, por favor, apaguen las luces cuando hayan terminado’.
Los lunes, miércoles y viernes, después del trabajo nocturno, pasaba por delante de nuestro apartamento con el sol naciente y seguía media hora más hasta el seminario. Mi carro temblaba casi incontrolablemente a casi 93 kph, así que lo mantenía estable a 90. Al llegar al seminario, quince o veinte minutos después de que empezara la clase de hebreo, me ponía una sudadera para proteger a los demás estudiantes de mi olor a sudor. Pasaba por la cafetería para comprar dos donuts y dos tazas de café en un esfuerzo a veces fallido por mantenerme despierto durante la clase de hebreo, lo tragaba todo y me dirigía a la última aula de la izquierda.
Entraba tímidamente al aula donde la clase ya había empezado, encontraba un asiento vacío y empezaba a prestar atención a las explicaciones del profesor sobre cosas que, por su propia naturaleza, eran extrañas y nuevas. Nuestro libro de texto era el clásico Introducción al hebreo bíblico de Thomas Lambdin, obra del famoso lingüista de Harvard que había escrito gramáticas de varias lenguas semíticas antiguas. Ni el libro de Lambdin ni nuestro profesor -que había sido alumno de Lambdin- tenían tiempo para los rezagados. Términos como ‘alargamiento compensatorio’ y ‘vocales largas inalterables’ se explicaban pacientemente pero sólo una vez. Después se esperaba que lo entendieras o lo averiguaras en casa.
Recuerdo claramente que una mañana hervía de rabia en clase mientras me esforzaba por comprender la lógica del dagesh forte, el dagesh lene y si una bendita sílaba era abierta o cerrada. Me sentí como si me estuvieran torturando para la satisfacción de Thomas Lambdin, de nuestro profesor, o de algún creador invisible y malévolo de contenidos curriculares. Era humillante. Me había graduado con mención summa cum laude en la universidad y esto era sólo un seminario.
Tomé todo lo que tenía en mí y mucho más para no rendirme y volver a casa. A veces no quería otra cosa sino eso; pero quería leer y enseñar más la Biblia, así que me quedé.
No le pedí al profesor que me diera clases particulares. Si no hacía un examen, no le pedía al profesor que ampliara el tiempo disponible, porque se me había olvidado leer la carta descriptiva del curso, y no me había dado cuenta de que teníamos un examen en ese tiempo. Me sentía el estudiante más pobre de la clase porque en un día cualquiera todos los demás estudiantes estaban muy por delante de mí. No le eché la culpa a la carta descriptiva del curso, ni insinué que el profesor había gozado de más privilegios que yo o que el hebreo es más difícil para los alumnos como uno que provienen de contextos rurales de dialecto Pennsylvania Dutch. No pregunté si podíamos utilizar otro libro de texto con menos detalles irritantes. No pregunté: ‘¿cuántas horas de estudio tengo que dedicar?’.
Con el tiempo, encontré un punto de apoyo en el idioma. Casi que no. Luego seguí avanzando. Eventualmente, descubrí que podía leer la Biblia hebrea. Todavía aprendo algo nuevo en sus páginas casi todos los días.
La Biblia hebrea todavía me abofetea regularmente y me llama ‘¡Niño!’. Cuando la gente me pregunta -como lo hacen- ‘¿Cuánto tiempo tardaste en aprender hebreo?’, mi única respuesta sincera es ‘Aún no lo sé’.
Pero ahora vivo con este libro, es un libro encantado por Dios. Es inagotablemente rico y alternativamente tranquilizador y deconstructor a la manera de un tío muy sabio y algo recalcitrante con el que no se puede vivir y sin el que no se puede vivir. Desafía credos y confesiones e insiste en que se piense de nuevo, en que se mire más de cerca, en que se considere lo impensable. Si me preguntas por un pasaje del Antiguo Testamento y me dices que no puedo consultar el texto hebreo, lo único que podré hacer es mirar fijamente y con una mirada perdida. Ahora el hebreo está dentro de mí, así los textos que esa lengua genera, cuya interpretación depende de ella. Ha tardado casi cuarenta años y aún no ha terminado conmigo. Sigo siendo su siervo, su esclavo, y los textos mi amo. Aunque a veces me abrazan como si fuera su mejor amigo.
Si la Providencia nos reúne, tipo estudiante y profesor, con el hebreo bíblico como un formidable paisaje frente nosotros, y si crees que tus condiciones no son óptimas para trabajar tan duro como nuestra asignatura nos lo va a pedir, bienvenido. Pero ten cuidado con lo que dices. Puedo ser muy solidario, de hecho lo seré, aunque probablemente no conforme a tus términos. Solidario sí. Pero tu historia no me va a sacar lágrimas. Eventualmente, si tu sobrevives la turbulencia total de las primeras seis semanas, te vas a dar cuenta que nos hemos vuelto amigos. Compañeros en un arduo camino. El mutuo respeto que gobierna nuestra amistad académica será palpable, y aquella amistad más que académica.
Durante las primeras seis semanas, vas a pensar que no te entiendo, peor, que para nada me importa comprenderte. Te vas a preguntar por qué el profe se rehusa a aceptar que tus circunstancias son diferentes. Únicas.
Todo aquello que pensarás es falso, pero todavía no lo sabrás. Si persistes, entenderás. Quizás en algún momento tendremos una conversación sobre la mayordomía de un tesoro. Te contaré que el hebreo y la tradición milenaria de su estudio es mayor que tú y yo. En ese momento, tal vez tú me entenderás. Tal vez no. Al fin y al cabo, no es importante que me comprendas. Lo único que pido es que decidas cuánto quieres lo que te puedo enseñar.
Tuve la suerte de aprender hebreo, en condiciones para nada óptimas. Espero que tengas la misma suerte.
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