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Archive for April, 2021

Un regalo de bodas para J.R. y Molly Friesen, casados desde ayer en Billings, Montana, USA

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El ritmo de la vida con YHVH incluye períodos de silencio y quietud en los que el único sonido audible es un gemido. La buena fortuna de aquellos a los que acompaña YHVH es que este momento poco melodioso es, si no corto, al menos limitado. El silencio de la desesperación y el suspiro del dolor tienen su espacio en la enigmática partitura, pero no pretenden dominar el curso de un movimiento a otro ni usurpar el final.

Más bien, los poetas bíblicos nos alertan sobre la erupción ambiciosa y espontánea de un nuevo cántico. La irrupción de esta melodía alegre se produce a menudo cuando menos se espera y arroja toda la pena subdominante en un nuevo marco armónico. Lo que hace un momento sonaba con una tiránica autoconfianza se entiende ahora como un descanso, un preludio, la antesala musical de una alegría corta del tipo que ninguna experiencia musical previa ha preparado.

Un cántico nuevo no tiene resonancia para aquellos que no han llorado en silencio. Su atractivo se pierde para aquellos que no han llorado largamente en una noche amarga con la plena expectativa de que la mañana, también, será inundada por estas malditas e implacables lágrimas. Nadie se sorprende más por la entrada de esta música completamente moderna que aquel cuya lengua y garganta estallan en un frenesí casi involuntario.

Siempre el impulso viene de que YHVH ha actuado de nuevo, magnífica, misericordiosa, asombrosa y restauradoramente. Casi siempre las circunstancias han conspirado para persuadir al eventual cantante de nuevos cánticos de que el propio YHVH ha desaparecido o al menos ha abandonado el arte de la creación y la nueva creación. Donde antes su toque, su don para la redentora sorpresa ha alimentado el alma y ha levantado la mirada, YHVH parece ahora un cuento rústico, el material de una memoria gastada que adorna los márgenes de un cinismo consciente. YHVH y su música se han convertido en una burla. Uno recuerda sus cánticos como en un sueño, secos, agrietados, efímeros, apenas presentes. La vergüenza de haber sido un blanco fácil persiste en esas notas difícilmente recordadas, de haberse dejado engañar, de haber caído en cosas que sólo parecían ser bellas pero que no lo son.

De repente, nace un cántico nuevo. Apenas se puede hablar del regreso de la música, porque esta melodía es más fresca, más nueva, más elevada que la anterior. Este cántico es nuevo. YHVH se ha vuelto, la música estalla de nuevo, hay baile en las calles y un placer estrepitoso en los sofás de los amantes redimidos.

Porque el Señor se deleita en su pueblo;
adornará de salvación a los afligidos.

Regocíjense de gloria los santos;
canten con gozo sobre sus camas. 

Salmo 149.4-5 (LBLA)

Con el tiempo, los hasidim de YHVH -sus fieles– volverán a verse envueltos en el silencio, envueltos en la pena, callados en su dolor. Pero con el tiempo discernirán la irrupción siempre posible del amanecer de la música, de un cántico nuevo, de la prueba recurrente de que el silencio y los gemidos son penúltimos. Enfrentados, limitados por el amor perdurable, el final de esas cosas está siempre cerca. Como la oscuridad a la luz, como el silencio al sonido, como el luto a la alegría, el amor irreprimible no soportará sus presunciones de tiranía.

Esto es siempre cierto: sus fieles volverán a cantar.

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Lo que sigue es mi historia. No es muy importante, pero es la única que tengo. Si crees que aprender las lenguas bíblicas debe ser rápido o fácil -y sobre todo si estás esperando que la experiencia sea siempre alegre y simpática- no sigas leyendo. ===========================================================

Yo tuve la suerte de aprender hebreo en condiciones poco óptimas.

La verdad es que no llegué a la tarea con mucha pasión. Me consideraba un ‘tipo del Nuevo Testamento’ y me dispuse para estudiar un M.Div. de manera que fuera más bien una especie de M.A. alargada en Nuevo Testamento. Eran Juan y Pablo los que me aceleraban el pulso, no Moisés y Jeremías. Había aprendido griego en la universidad y nada iba a interponerse entre los textos del Nuevo Testamento y estos ojos míos. Esta alma mía.

Pero el hebreo era un requisito del M.Div. y no me opuse. Nunca se me había ocurrido que pudiera hacer estudios avanzados en Biblia en el futuro. Esa idea nació años después. No cursé hebreo para que me admitieran posteriormente en un doctorado. Simplemente quería conocer la Biblia desde lo más cerca posible y luego enseñarla como una consecuencia de esa íntima conexión. Cualquier otra cosa me habría parecido una farsa, como si pasara por delante de una cueva llena de diamantes y no asomara la cabeza para ver si alguno de ellos estaba en la superficie para agarrarlo.

No fue hasta dos semanas antes de asumir responsabilidades en un seminario en Costa Rica que el decano me comentó, ‘Ah, David, es que vos vas a ser nuestro fulano del Antiguo Testamento’. Menos mal había estudiado el idioma en que el primer testamento fue escrito. Pero por solo dos escasos semestres. Y bajo condiciones poco alentadoras.

Mi mujer y yo acabábamos de tener un niño y otro estaba en camino. Ella trabajaba de día en Hewlett Packard y yo trabajaba de noche cargando camiones en UPS, en un dudoso esfuerzo por evitar una deuda educativa que pudiera retrasar nuestro pretendido servicio misionero. Era un trabajo muy agotador para mi cuerpo de veintitantos años, posiblemente tan exigente físicamente como lo había sido el baloncesto colegial para mi cuerpo adolescente una década antes. Por dos años, mi trabajo era cargar y durante otros dos años supervisar a los cargadores, lo que significaba que ahora añadía la responsabilidad organizativa al negocio de cargar los camiones de los chicos que estaban demasiado enfermos, borrachos, deprimidos o poco comprometidos para registrarse a las 3:00 a.m. No era el único trabajo de nadie. Todos trabajábamos en varias cosas. Todos vivíamos al límite.

Para mí fue tanto agotador como necesario, al fin y el cabo era una manera de estar en el seminario sin pasar hambre.

Los fines de semana, mi esposa y yo nos renovábamos sirviendo como pastores de jóvenes en nuestra iglesia. Pero esa es otra historia. Un rollo de grandes ironías y de poco sueño. Éramos locos.

Mi viejo Ford Pinto no tenía calentador y éramos demasiado pobres para averiguar por qué y arreglarlo. A menudo, en el invierno de Nueva Inglaterra, mis viajes de 35 minutos al trabajo eran al volante de un coche en donde la temperatura era de un solo dígito, en Fahrenheit. O menos. A menudo gritaba a todo pulmón mientras avanzaba por la oscura autopista para mantenerme despierto, con todo el cuerpo temblando de frío.

Después del trabajo, apestando por la transpiración del turno de la noche, conducía a la guardería los días que no tenía clases por la mañana para poder recoger a nuestro hijo pequeño Christopher, al que mi mujer había dejado dos horas antes de camino al trabajo. Nuestros carros pasaban por la ruta 128, ella en dirección oeste y yo en dirección este. Yo estudiaba todo el día mientras cuidaba a Christopher. Una vez me desperté con la huella de la alfombra en la cara, tras haberme quedado dormido en el suelo mientras gateaba detrás de mi hijo en pañales.

Como mi despertador sonaba a la 1:30 de la madrugada, solía decirles a los amigos que nos visitaban a eso de las 9:00 de la noche: ‘Pueden quedarse todo el tiempo que quieran, pero, por favor, apaguen las luces cuando hayan terminado’.

Los lunes, miércoles y viernes, después del trabajo nocturno, pasaba por delante de nuestro apartamento con el sol naciente y seguía media hora más hasta el seminario. Mi carro temblaba casi incontrolablemente a casi 93 kph, así que lo mantenía estable a 90. Al llegar al seminario, quince o veinte minutos después de que empezara la clase de hebreo, me ponía una sudadera para proteger a los demás estudiantes de mi olor a sudor. Pasaba por la cafetería para comprar dos donuts y dos tazas de café en un esfuerzo a veces fallido por mantenerme despierto durante la clase de hebreo, lo tragaba todo y me dirigía a la última aula de la izquierda.

Entraba tímidamente al aula donde la clase ya había empezado, encontraba un asiento vacío y empezaba a prestar atención a las explicaciones del profesor sobre cosas que, por su propia naturaleza, eran extrañas y nuevas. Nuestro libro de texto era el clásico Introducción al hebreo bíblico de Thomas Lambdin, obra del famoso lingüista de Harvard que había escrito gramáticas de varias lenguas semíticas antiguas. Ni el libro de Lambdin ni nuestro profesor -que había sido alumno de Lambdin- tenían tiempo para los rezagados. Términos como ‘alargamiento compensatorio’ y ‘vocales largas inalterables’ se explicaban pacientemente pero sólo una vez. Después se esperaba que lo entendieras o lo averiguaras en casa.

Recuerdo claramente que una mañana hervía de rabia en clase mientras me esforzaba por comprender la lógica del dagesh forte, el dagesh lene y si una bendita sílaba era abierta o cerrada. Me sentí como si me estuvieran torturando para la satisfacción de Thomas Lambdin, de nuestro profesor, o de algún creador invisible y malévolo de contenidos curriculares. Era humillante. Me había graduado con mención summa cum laude en la universidad y esto era sólo un seminario.

Tomé todo lo que tenía en mí y mucho más para no rendirme y volver a casa. A veces no quería otra cosa sino eso; pero quería leer y enseñar más la Biblia, así que me quedé.

No le pedí al profesor que me diera clases particulares. Si no hacía un examen, no le pedía al profesor que ampliara el tiempo disponible, porque se me había olvidado leer la carta descriptiva del curso, y no me había dado cuenta de que teníamos un examen en ese tiempo. Me sentía el estudiante más pobre de la clase porque en un día cualquiera todos los demás estudiantes estaban muy por delante de mí. No le eché la culpa a la carta descriptiva del curso, ni insinué que el profesor había gozado de más privilegios que yo o que el hebreo es más difícil para los alumnos como uno que provienen de contextos rurales de dialecto Pennsylvania Dutch. No pregunté si podíamos utilizar otro libro de texto con menos detalles irritantes. No pregunté: ‘¿cuántas horas de estudio tengo que dedicar?’.

Con el tiempo, encontré un punto de apoyo en el idioma. Casi que no. Luego seguí avanzando. Eventualmente, descubrí que podía leer la Biblia hebrea. Todavía aprendo algo nuevo en sus páginas casi todos los días.

La Biblia hebrea todavía me abofetea regularmente y me llama ‘¡Niño!’. Cuando la gente me pregunta -como lo hacen- ‘¿Cuánto tiempo tardaste en aprender hebreo?’, mi única respuesta sincera es ‘Aún no lo sé’.

Pero ahora vivo con este libro, es un libro encantado por Dios. Es inagotablemente rico y alternativamente tranquilizador y deconstructor a la manera de un tío muy sabio y algo recalcitrante con el que no se puede vivir y sin el que no se puede vivir. Desafía credos y confesiones e insiste en que se piense de nuevo, en que se mire más de cerca, en que se considere lo impensable. Si me preguntas por un pasaje del Antiguo Testamento y me dices que no puedo consultar el texto hebreo, lo único que podré hacer es mirar fijamente y con una mirada perdida. Ahora el hebreo está dentro de mí, así los textos que esa lengua genera, cuya interpretación depende de ella. Ha tardado casi cuarenta años y aún no ha terminado conmigo. Sigo siendo su siervo, su esclavo, y los textos mi amo. Aunque a veces me abrazan como si fuera su mejor amigo.

Si la Providencia nos reúne, tipo estudiante y profesor, con el hebreo bíblico como un formidable paisaje frente nosotros, y si crees que tus condiciones no son óptimas para trabajar tan duro como nuestra asignatura nos lo va a pedir, bienvenido. Pero ten cuidado con lo que dices. Puedo ser muy solidario, de hecho lo seré, aunque probablemente no conforme a tus términos. Solidario sí. Pero tu historia no me va a sacar lágrimas. Eventualmente, si tu sobrevives la turbulencia total de las primeras seis semanas, te vas a dar cuenta que nos hemos vuelto amigos. Compañeros en un arduo camino. El mutuo respeto que gobierna nuestra amistad académica será palpable, y aquella amistad más que académica.

Durante las primeras seis semanas, vas a pensar que no te entiendo, peor, que para nada me importa comprenderte. Te vas a preguntar por qué el profe se rehusa a aceptar que tus circunstancias son diferentes. Únicas.

Todo aquello que pensarás es falso, pero todavía no lo sabrás. Si persistes, entenderás. Quizás en algún momento tendremos una conversación sobre la mayordomía de un tesoro. Te contaré que el hebreo y la tradición milenaria de su estudio es mayor que tú y yo. En ese momento, tal vez tú me entenderás. Tal vez no. Al fin y al cabo, no es importante que me comprendas. Lo único que pido es que decidas cuánto quieres lo que te puedo enseñar.

Tuve la suerte de aprender hebreo, en condiciones para nada óptimas. Espero que tengas la misma suerte.

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*Dedicado a mi amigo, el Rev. Robert Eyman, Spokane, Washington, USA

Uno de los mejores de los llamados “Salmos del Aleluya”, el ciento cuarenta y siete da una palabra de aliento a los corazones rotos que hay entre nosotros. El poeta se centra en lo apropiado de la alabanza, reconociendo que un universo gobernado con la forma en que éste se rige se ha convertido en un escenario donde la gratitud es la respuesta apropiada.

¡Aleluya! Porque bueno es cantar alabanzas a nuestro Dios,
porque agradable y apropiada es la alabanza.

Salmo 147.1 (LBLA)

Uno no puede llegar a esa respuesta sin haber reflexionado. Desde todos los rincones se presentan evidencias que podrían parecer que la alabanza no es el sonido adecuado en un mundo fragmentado donde la sangre fluye con mucha libertad y el dolor se acumula en pedazos silenciosos y amenazantes. Sin embargo, el salmista apunta a una perspectiva hermenéutica desde donde su mirada recoge motivos de gratitud más que de resentimiento. Está convencido de que su perspectiva es la apropiada, no es un analgésico barato, no es un truco psicológico elaborado simplemente para suavizar el dolor.

Desde donde el escritor está (y canta), YHVH parece compasivo, paciente y majestuoso. Una cadena de participios hebreos evoca la revelación del nombre divino en los capítulos tercero y sexto del libro del Éxodo, probablemente de forma intencionada. ¿Quién es YHVH?

YHVH es el que edifica a Jerusalén;
él congrega a los dispersos de Israel;
Él sana a los quebrantados de corazón,
y venda sus heridas.
Él cuenta el número de las estrellas,
y a todas ellas les pone nombre.
Grande es nuestro Señor, y muy poderoso;
su entendimiento es infinito.
Yahweh sostiene al afligido
y humilla a los impíos hasta la tierra. 

Salmo 147.2-6, (LBLA, ligeramente modificado por el autor)

Aquellos que se consideran entre los “quebrantados de corazón”, se dice que encontrarán en YHVH un médico amoroso. Un lenguaje casi idéntico a esta conmovedora frase se emplea en el gran salmo cincuenta y uno de remordimiento. Allí se da un giro a la convención del sacrificio, con consecuencias que los quebrantados de corazón pueden encontrar casi alentadoras:

Porque no te deleitas en sacrificio, de lo contrario yo lo ofrecería;
no te agrada el holocausto.
Los sacrificios de Dios son el espíritu contrito;
al corazón contrito y humillado, oh Dios, no despreciarás. 

Salmo 51.16-17 (LBLA)

Curiosamente, estos dos salmos -el cincuenta y uno y el ciento cuarenta y siete- contraponen sus sorprendentes conclusiones sobre quién atrae realmente la atención reflexiva y activa de YHVH a la expectativa común. En el primero, el sacrificio cultual se convierte en el papel retórico del corazón contrito, y en contraste con el espíritu quebrantado, no logra deleitar a YHVH. En el último, aprendemos que YHVH no se deja impresionar por las demostraciones convencionales de fuerza:

No se deleita en la fuerza del caballo,
ni se complace en las piernas ágiles del hombre.
El Señor favorece a los que le temen,
a los que esperan en su misericordia.

Salmo 147.10-11 (LBLA)

No es de extrañar -aunque sea maravilloso– que una deidad gobernante que actúa de esta manera tan inquietante se convierta en objeto de este tipo de aleluyas. Este YHVH, se nos pide que creamos, se siente irresistiblemente atraído por aquellos que van con el corazón contrito, temiendo a YHVH desde lo más profundo de su fragilidad. Por eso es apropiado que esas personas reconozcan su belleza y lo alaben.

Si el mundo se rige de esta manera, entonces todo lo que se refiere a quiénes somos, si fracasamos, y cómo tenemos éxito, se deconstruye bajo nuestros pies. Entonces YHVH lo rehace todo con una misericordia misteriosa, penetrante, y que sobrepasa todo. Un poeta de Jerusalén no puede imaginar otra respuesta que el cántico bueno y apropiado que llamamos alabanza.

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La distancia no siempre es lo que parece.

Los salmos tienen en común con el libro de Isaías una inclinación por invertir las correspondencias normales entre distancia y proximidad. Empleando la superposición entre los conceptos espaciales y morales de altura, estas voces de la antología bíblica afirman que YHVH, en su suprema grandeza, está paradójicamente más cerca de los que son espiritualmente pequeños que de aquellos que se exaltan.

Porque el Señor es excelso, y atiende al humilde, 

mas al altivo conoce de lejos.

Salmo 138.6 (LBLA)

El orgullo consiste en considerarse alto, cerca -se podría suponer- de Dios. El salmista no tendrá nada que ver con el cálculo que equipara la auto-elevación (nuestras traducciones buscan connotaciones morales a través de palabras como “altivez”, pero el texto hebreo no abandona la noción concreta de altura o altitud) con los logros.

¿Quieres estar cerca de YHVH?, parece preguntar el escritor a su lector. ¿Anhelas acceder al Altísimo?

Entonces quédate abajo. YHVH-muy alto-está con los humildes.

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La altitud del corazón es de enorme importancia para el testimonio bíblico.

Particularmente en el libro de Isaías, la arrogancia que lleva al ser humano a enaltecerse es una receta segura para ser abatido. Los Salmos también recogen este tema, con un empleo asombroso del mismo vocabulario que Isaías utiliza.

Señor, mi corazón no es soberbioni mis ojos altivos; no ando tras las grandezas,
ni en cosas demasiado difíciles  para mí; sino que he calmado y acallado mi alma; como niño destetado en el regazo de su madre, como niño destetado reposa en mí mi alma.

Salmo 131.1-2 (LBLA)

Sería posible leer estas líneas como un apoyo a la simplificación de la fe cristiana que tan frecuentemente se nos pide en nuestros días. Eso sería un error.

Los Salmos en su conjunto y el testimonio bíblico en su totalidad instan al creyente cristiano a hacer un fuerte uso de sus facultades para buscar la profundidad de la bondad de YHVH, de su mundo y de su manera de actuar con ese mundo. El pensamiento descuidado y la creencia perezosa nunca gozan del sello de aprobación de la fuente de la fe judía y cristiana.

Sin embargo, el punto del salmista es potente. El creyente es un siervo humilde de asuntos profundos y grandes. Su capacidad para explicarlos, para captarlos en su plenitud, es siempre parcial y limitada. El conocimiento de ellos no es ese dominio que ‘envanece’, por tomar una frase de la instrucción del apóstol Pablo. Es más bien una comprensión que lleva a la persona a hacer una autoevaluación adecuada, a descansar en su pequeñez y a apoyarse en el Alto y Santo, como Isaías quiere que pensemos de nuestro Hacedor.

El conocimiento genuino y exacto nos lleva no sólo al movimiento, sino también a la serenidad tranquila. A veces, ambos se enfrentan con incomodidad.

Sin embargo, ambos son invitaciones. Ambos son regalos.

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