Es casi imposible, al borde de la muerte, imaginar la vida.
La muerte siempre hace gala de su inevitabilidad. Despojada de su ruidosa teatralidad, la muerte no es ni la mitad de temible. Pero prefiere que el secreto no salga a la luz.
Cuando leemos y cantamos los salmos, ensayamos el testimonio de hombres y mujeres -tan reales como nosotros, sólo que de hace mucho tiempo- que se vieron abrumados por la pretensión absoluta de la muerte, sólo para ver con sorpresa cómo YHVH invertía las cosas en un instante.
Bendito sea el Señor, que cada día lleva nuestra carga, el Dios que es nuestra salvación. Selah.
Salmo 68:19-20 (LBLA)
Dios es para nosotros un Dios de salvación, y a Dios, el Señor, pertenece el librar de la muerte.
Uno se podría permitir una sacudida retrospectiva, mirando hacia atrás en el momento aparente de la muerte, por lo cerca que estuvimos de ser absorbidos por ella. Haber escapado de la muerte, por muy convincente que sea o por mucho tiempo que pase, es haberlo hecho a duras penas. Por los pelos.
La muerte es presuntuosa, pero no un enemigo menos siniestro por exagerar.
Tanto si el propio roce con la muerte se produjo a través de una repentina externalidad, de la lengua ácida de quien una vez nos amó, del regreso de la empinada pendiente de la adicción o de esa destrozada depresión que reclama cada miedo como propio, es bueno detenerse y recordar lo cerca que estuvo todo.
Por Dios, casi me muero. Increíble, casi nos perdemos por completo.
Entonces, tras hacer una pausa -y estremecernos por cómo podrían haber sido las cosas-, cantamos:
Dios es para nosotros un Dios de salvación, y a Dios, el Señor, pertenece el librar de la muerte.
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