¿Cómo lo conocí?, una mañana de enero, en medio de mis gritos y los suyos, entre agonía y algarabía, conocí a mi Hombre Perfecto. Poco a poco fui consciente de su existencia. Como obviar su presencia varonil, con una estatura de tres metros de altura y una espalda anchísima, tan ancha como la de un roble, su sombra me cubría infundiéndome seguridad. Sus manos grandes y fuertes, eran capaces de derrumbar todo lo que se interpusiera en mi paso. Una sola de sus manos me sostenía en el aire mientras yo haciendo una pirueta demostraba mi recién obtenida capacidad para mantenerme erguida sin más ayuda que aquella mole de concreto puro. En sus regazos no había nada que me atemorizara. Con él mi vida era perfecta y más aún cuando me remontaba en su Harley Davidson al mundo sin descubrir a la vuelta de la casa.
Pero como quien no se conforma con tal prototipo de hombre, a mis seis años, después del mediodía de un verano soñoliento, cuando las mujeres suspiraban las congojas amorosas en blanco y negro de Simplemente María y los hombres cabeceaban hasta las dos de la tarde, hora en que San José resucitaba de la siesta—refiriéndome a la capital no al pobre santo, reconocí a mi Hombre Perfecto. Recién llegada de la escuela me escapaba al potrero contiguo a mi casa, empujada por la ilusión de vivir una gran aventura en aquel espacio abierto, inundado de zacate, solo mío. En cada viajecito, una frontera invisible me restringía el paso hasta el establo que se encontraba al fondo del potrero, pero ese día, en un arrebato de rebeldía y de determinación avance hasta aquel caserón de tablas viejas que divisaba solo cuando me subía en la parte alta de la tapia de mi casa. Llegué hasta allí, contenta de haber vencido el miedo de viajar unos cuantos metros bajo mi propia responsabilidad. (more…)