El intento de codificar las prescripciones levíticas según algún esquema lógico suele tropezar con la propia arbitrariedad de las distinciones consagradas en estas complejas directrices.
Al «distinguir» -la palabra es recurrente- entre limpio e impuro, los sacerdotes parecen estar adiestrando a Israel en el arte de obedecer instrucciones inescrutables que les fueron dadas por la enigmática deidad a la que los Salmos se refieren como «la del Sinaí».
Se trata de un concepto muy poco moderno, que roza la sensibilidad de todas las conciencias posteriores a la Ilustración, sobre todo la de Descartes, cuyo posicionamiento radical del yo pensante, razonador y sensorial en el centro de la realidad perdura en un millón de imitaciones.
¿Qué hacer con una religión tan intransigente? ¿Cómo puede uno respetarse a sí mismo cuando las razones de la práctica diaria a la que uno se compromete quedan tan a menudo envueltas en esa oscuridad que es la voluntad divina?
Pensemos en los hijos de Aarón.
Su fatal error religioso fue derivativo. No inventaron una nueva religión, una nueva concepción de la persona divina. Ni mucho menos.
Al darse cuenta de la potencia de la presencia divina, del poder de la adoración, tomaron cartas en el asunto. El texto, taciturno cuando se trata de realidades espirituales, sólo nos dice que ofrecieron fuego «extraño» ante el Señor.
Con vívida justicia poética, un fuego sale del Señor para consumirlos.
Este reconocimiento del poder divino en un encuentro espiritual no tiene nada de occidental. El texto no parece coquetear con el reduccionismo que podría emplear un análisis sociológico metaforizado de la rebelión contra la autoridad mosaica/aarónica. Más bien aparece la observación cándida del poder reaccionando contra el reflejo humano de tomar el control de la fuerza espiritual con motivos interesados, el tipo de franqueza que caracteriza a la mayor parte de la humanidad actual cuando habla o piensa sobre las realidades espirituales.
El texto bíblico borraría nuestra distinción entre lo arbitrario y lo real. Si uno acepta la invitación a entrar en el mundo conceptual de la Biblia, el penúltimo papel del análisis crítico se convierte en un hecho, una subyugación del alma humana que la mente occidental encuentra grotesca. Las cosas más fundamentales de la realidad creada, se nos invita a considerar, permanecen arbitrarias en la interfaz con el encuentro humano.
El fuego debe ofrecerse de esta manera, no de aquella. Al violarse esta prohibición, el fuego divino no se convierte en una herramienta en manos de los innovadores, sino en una llama consumidora que apaga a quienes optan por el camino más fácil del mando y el control.