La altitud del corazón es de enorme importancia para el testimonio bíblico.
Particularmente en el libro de Isaías, la arrogancia que lleva al ser humano a enaltecerse es una receta segura para ser abatido. Los Salmos también recogen este tema, con un empleo asombroso del mismo vocabulario que Isaías utiliza.
Señor, mi corazón no es soberbio, ni mis ojos altivos; no ando tras las grandezas,
Salmo 131.1-2 (LBLA)
ni en cosas demasiado difíciles para mí; sino que he calmado y acallado mi alma; como niño destetado en el regazo de su madre, como niño destetado reposa en mí mi alma.
Sería posible leer estas líneas como un apoyo a la simplificación de la fe cristiana que tan frecuentemente se nos pide en nuestros días. Eso sería un error.
Los Salmos en su conjunto y el testimonio bíblico en su totalidad instan al creyente cristiano a hacer un fuerte uso de sus facultades para buscar la profundidad de la bondad de YHVH, de su mundo y de su manera de actuar con ese mundo. El pensamiento descuidado y la creencia perezosa nunca gozan del sello de aprobación de la fuente de la fe judía y cristiana.
Sin embargo, el punto del salmista es potente. El creyente es un siervo humilde de asuntos profundos y grandes. Su capacidad para explicarlos, para captarlos en su plenitud, es siempre parcial y limitada. El conocimiento de ellos no es ese dominio que ‘envanece’, por tomar una frase de la instrucción del apóstol Pablo. Es más bien una comprensión que lleva a la persona a hacer una autoevaluación adecuada, a descansar en su pequeñez y a apoyarse en el Alto y Santo, como Isaías quiere que pensemos de nuestro Hacedor.
El conocimiento genuino y exacto nos lleva no sólo al movimiento, sino también a la serenidad tranquila. A veces, ambos se enfrentan con incomodidad.
Sin embargo, ambos son invitaciones. Ambos son regalos.
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