El dialecto de la bendición se acelera rápidamente hasta alcanzar su ritmo pleno. Dado que el hablante sólo tiene en mente cosas buenas, ninguna resistencia atormenta la lengua. Ninguna de las angustias ordinarias de la vida agobia a la mente mientras hila lo que desea para aquellos sobre los que recae el deseo de su corazón.
La bendición, se deduce, consiste en dos piezas críticas: primero, el deseo de bien sólo y en todo lugar para aquel a quien el bendecidor ama. Y en segundo lugar, la voluntad de hacer todo lo posible para que esos buenos deseos se hagan realidad en la vida del bendecido.
La fórmula experimenta cierta tensión cuando uno nos bendice, es decir, cuando vuelvo mis ojos no hacia algún otro muy presente cuyos ojos se encuentran con los míos, sino cuando deseo que todas las cosas sean buenas en la vida de mi pueblo y -inevitablemente en la lógica de las cosas- para nuestro pueblo.
El Salmo 144 ofrece una versión conmovedora:
Sean nuestros hijos en su juventud como plantíos florecientes,
Salmo 144:12–15 (LBLA)
y nuestras hijas como columnas de esquinas labradas como las de un palacio.
Estén llenos nuestros graneros, suministrando toda clase de sustento,
y nuestros rebaños produzcan miles y diez miles en nuestros campos[f].
Esté cargado nuestro ganado, sin fracasos y sin pérdida,
y no haya gritos en nuestras calles.
Bienaventurado el pueblo a quien así le sucede;
bienaventurado el pueblo cuyo Dios es el Señor.
La bendición cae sobre los niños y las niñas que pronto serán nuestros hombres y nuestras mujeres, sobre el grano de nuestro campo, las bestias de nuestros graneros, el vecino cuyos pasos caen incluso ahora frente a mi puerta en las primeras horas de la oscuridad, la tribu y la nación que viven bajo el buen sol y la empapada lluvia de YHVH.
Si la parte representa el todo -un corto poema está destinado a emplear tal abreviatura- el corazón del poeta se desborda con el deseo de que todas las cosas, en todas partes y en todo momento, sean buenas en este pueblo cuya suerte comparto, que me dio este idioma y esta apariencia, y que me atrae como por una fuerza magnética de vuelta al lugar que es exclusivamente suyo.
Exclusivamente nuestro.
Es posible que estas palabras se enfrenten a las circunstancias del Otro. Posible, pero no necesario.
No es inaudito que el afecto por el propio pueblo se pierda, que su color se blanquee por mil desengaños y por el desprecio a lo familiar. Escuchado, pero no incurable.
¿Cuál sería la suerte de nuestro pueblo -para ellos mismos, para nosotros y para la nación de enfrente- si saliéramos por la puerta de cada mañana con palabras como éstas murmuradas con satisfacción, con anhelo, en labios descansados y diligentes?