Ninguna alegría acompaña a una oración que ha sido devuelta al remitente. Los cielos oscuros y silenciosos se burlan de nuestros intentos de penetrar en ellos. Nuestras palabras se desvían y caen en el suelo que ha sido humedecido por nuestras lágrimas y compactado por nuestro inquieto caminar.
Cualquiera que haya orado a Dios ha conocido la amarga falta de respuesta. Eso seca a la persona:
A ti extiendo mis manos;
Salmo 143:6 (LBLA)
mi alma te anhela como la tierra sedienta.
La desecación del alma nos hace orar con nuevo fervor, aunque rara vez con recursos ampliados. Si Dios no responde, hemos terminado. El tiempo se pierde, nos queda muy poco:
Respóndeme pronto, oh Señor,
Salmo 143:7 (LBLA)
porque mi espíritu desfallece;
no escondas de mí tu rostro,
para que no llegue yo a ser como los que descienden a la sepultura.
El Salmo 143 no ofrece ninguna garantía. Su regalo es el pequeño retrato que presenta de un hombre o una mujer que ora con desesperación. Nosotros también golpeamos nuestras almas contra la puerta inflexible del cielo de esta manera.
Hay una bendición -sólo un poco- en saber que no somos los primeros. O los únicos.
Otras facetas de la antología bíblica responderán a su manera a la situación del alma del salmista. Este salmista, sin embargo, no tiene nada más que decir. Sólo puede esperar.