Conviene mitigar la propia definición de tedio con humildad. A falta de esta disciplina, nos apresuramos a tachar de aburridos e irrelevantes aspectos de la realidad que desde otros ángulos pueden parecer apasionantes y pertinentes.
O, al menos, dignos.
En los últimos capítulos del Éxodo, el texto se regodea en detalles descriptivos. Al relatar los utensilios de la liturgia, se convierte en algo muy parecido a un manual técnico. Legiones de lectores, con los ojos vidriosos, saltan sobre esos pasajes como si sólo con vergüenza se pudiera reconocer que esas habitaciones sin aire forman parte de la casa.
A menos que uno sea arquitecto, artesano o experto restaurador de objetos antiguos. O un cronista, o un especialista en las artes del culto, o un conservador de tesoros nacionales. O un judío que se aferra con determinación a cualquier cosa que hable de los mejores tiempos de su pueblo.
Entonces, de repente, el hastío de un lector ocasional ante estas líneas inflexibles se ve como lo que es: la miopía que proviene de demasiado refugio, de muy poca curiosidad o de la arrogancia de la relevancia.
Cuando uno ha vivido un drama muy profundo, cada muestra de la batalla se convierte en un ícono, una memoria, un elemento atesorado del propio legado.
Uno no se apresura a saltar por encima de esas cosas, a superarlas, a pasar a lo realmente interesante. Es como descuidar la tumba de la abuela porque no era bailarina.
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