Ante la mezcla de tonos, matices y puntos de vista que aparecen en los “cinco libros de Moisés”, los estudiosos de este material han recurrido a menudo a complejas teorías de composición. Seguramente, según la lógica, esas perspectivas divergentes nos obligan a conjeturar una amplia mezcla de tradiciones orales y literarias que, por algún mecanismo, se integraron en el documento o documentos que tenemos ante nosotros.
Es una conjetura razonable. En la naturaleza del caso, los estudiosos con su atención fija en las minucias de los datos a veces llevarán una buena idea a un extremo menos que plausible. Sin embargo, esto no descarta la probabilidad de que complejas capas de tradición hayan hecho sus distintas y variadas contribuciones a nuestro Pentateuco, nuestra Torá, nuestros cinco primeros libros de la Biblia.
Aparte de la cuestión de la historia de su composición, la Torá, tal y como está ahora, ofrece una visión compleja de los acontecimientos que narra. Esto no debería sorprendernos. C.S. Lewis nos ha enseñado con elegancia que la realidad tiene tendencia a ser extraña. La pulcritud ante los acontecimientos -humanos o de otro tipo- es tan a menudo un indicio de que los datos se han alineado con fuerza en una teoría dominante. La propia realidad tiende a ser extraordinaria, al menos si la ordinariez es el empeño de pequeñas mentes por alinear y controlar realidades complicadas.
La narración de José, por ejemplo, es una historia de traición emocionalmente turbulenta, tejida de sueños, ascensos improbables al poder, dolor hundido profundamente en el suelo de una familia y giros extraordinarios del destino. No se lee, en la superficie, como una bonita historia sobre lo bien que Dios dirige las cosas.
Sin embargo, cerca de una de las puntadas críticas de la historia, encontramos al anciano patriarca entregándose a sí mismo sus últimos pensamientos, cargas y bendiciones. Llamado a veces Jacob y a veces Israel -ambos nombres, a su manera, son ominosos-, este personaje ya anciano recibe a su hijo José y a los dos nietos que éste le ha proporcionado. Su comentario es revelador:
E Israel dijo a José: Nunca esperaba ver tu rostro, y he aquí, Dios me ha permitido ver también a tus hijos.
Génesis 48: 11 (LBLA)
Es un comentario extraño y un poco atractivo, ya que Jacob/Israel ha sido un personaje cambiante y cambiado a lo largo de su estancia en el escenario literario del libro. Nos ha dado pocos motivos para admirarlo. Sus palabras suelen transmitir maquinaciones, lloriqueos o autocompasión. Su voz parece capaz de un poco más.
Sin embargo, aquí lo encontramos exclamando en un círculo familiar íntimo en el que Dios ha sido mejor con él de lo que podría haber previsto. De hecho, vemos en el comentario del padre algo de la confianza que el hijo se ha ganado a pulso y donde YHVH no ha estado ausente de los contextos de traición y asesinato por celos. Más bien, ha llevado activamente dichas cosas a un orden culminante por medio del cual se han preservado las vidas de los seres humanos en tiempos de hambruna.
Como pista hermenéutica -incluso como marco-, las palabras del patriarca moribundo arrojan toda la longitud narrativa del Génesis bajo una luz intencionada y favorable.
Sin embargo, poco después, a medida que avanza el libro, el mismo Jacob/Israel se dirige a exponer sus convicciones sobre ‘lo que le sucederá’ a sus doce hijos y a la descendencia de éstos una vez que él haya muerto y desaparecido. En el caso de tres de los hermanos más sobresalientes, se encuentra una renuncia muy violenta:
Rubén, tú eres mi primogénito,
Génesis 49: 3-7 (LBLA)
mi poderío y el principio de mi vigor,
prominente en dignidad y prominente en poder.
Incontrolable como el agua, no tendrás preeminencia,
porque subiste a la cama de tu padre,
y la profanaste: él subió a mi lecho.
Simeón y Leví son hermanos;
sus armas instrumentos de violencia.
En su consejo no entre mi alma,
a su asamblea no se una mi gloria,
porque en su ira mataron hombres,
y en su obstinación desjarretaron bueyes.
Maldita su ira porque es feroz;
y su furor porque es cruel.
Los dividiré en Jacob,
y los dispersaré en Israel.
YHVH puede sentarse imperturbable en su trono de orden. Sin embargo, en la familia que se gana la parte principal de su atención, persisten el desorden y los traumas profundamente acoplados.
No hay un repentino estallido de una dulce luz en un claro del bosque, un cambio de circunstancias que destierre a los lobos de la vida y de la historia a lo profundo del bosque donde ya no amenazan.
Eso sería ordinario. La vida y la realidad son extrañas.
En esta narración y en toda la antología bíblica se nos enseña a respaldar una hipótesis de lo más extraordinaria: que YHVH ordena su mundo por medio de la justicia. Y que las personas que ha seleccionado como sus agentes no escaparán, no han escapado aún de los ciclos asesinos de daños mutuos de los que el orden y la justicia deben ser seguramente polos opuestos.
Sin embargo, la narración se inclina hacia adelante de una manera que moldea las almas para que anhelen la misma justicia ordenadora que dicha lectura y audición siembran. Es como si ese material colocara sus adverbios locativos y temporales en coyunturas críticas de la reflexión que incumbe a los lectores atentos del material. Adverbios como estos ‘no aquí’; ‘todavía no’; ‘pero algún día’.
No hay que renunciar a estas pequeñas palabras, a estos adverbios, a estas sílabas de paciencia y de esperanza.
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