Las narraciones patriarcales parecen casi embriagadas por el hábito desestabilizador de colocar la posteridad y la bendición sobre los hombros del hijo equivocado. El primogénito, una y otra vez, ve cómo las circunstancias superan su privilegio. El menor se convierte en el mayor. El legado saca a su protagonista de lo marginado y lo coloca en el centro.
Este instinto extraño, pero fuerte es un rasgo característico de la historia constitucional de Israel. El brillante erudito bíblico Jon Levenson ha escrito conmovedoramente y con conocimiento de causa sobre ello (The Death and Resurrection of the Beloved Son y Resurrection and the Restoration of Israel). Para el lector suficientemente sabio como para pasearse despacio por estas páginas, tiene el mismo poder cautivador que ejerce incluso sobre el resto de la literatura bíblica que se ve arrastrada a su órbita.
¿Cómo así? ¿Por qué una rareza se convierte en el centro de la historia? ¿Por qué se preserva con tanto cuidado, como si la sabiduría acumulada del canon viera en el intercambio de menor a mayor una indicación de la forma en cómo el Creador hace las cosas?
Tal vez sea eso. A Israel le enseña su propia narrativa de que la centralidad en el programa de YHWH es una cuestión de chiripa divina. Jacob luchó y engañó por su futuro, pero sus propios hijos y los hijos de sus hijos deben entender que la gracia aparece en lo marginado, en las listas B, en los caminos de los sin credenciales y en los sin esperanza.
La antología bíblica insistirá en este punto de muchas maneras, quizá ninguna tan poderosa como cuando cuenta la historia de Abraham, Isaac y Jacob.
Los primogénitos deberían salir de esta trascendental leyenda bíblica con cuidado de no dar un paso en falso. Los segundos y los duodécimos deberían preguntarse cuándo vendrá la siguiente sorpresa elevadora y de qué inesperado rincón.
Todos nosotros deberíamos entender que, al final, nosotros no hacemos el mundo. YHVH, más bien, sabe cómo hace las cosas.
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