Las carcajadas involuntarias de los redimidos agradecidos se convierten muy repentinamente en bruscas maquinaciones de corazones heridos.
Cuando YHVH hizo lo imposible por traer un niño del vientre desecado de una anciana cuyo dudoso corazón era al menos tan resistente a la reproducción como sus partes bajas, ella renunció de su cultivada enemistad hacia la esperanza y se rio a carcajadas.
Sara ya no encontró necesario negar que se había reído en la cara de la promesa del cielo. Es más, conmemoró lo absurdo de su escepticismo dando a su hijo improbable un nombre de risa. Sin embargo, incluso esto se quedó corto para expresar su cambio de opinión. Prácticamente invitó a reírse con ella a todos aquellos a quienes llegara la buena noticia, lo que en este caso era una media invitación a reírse de ella.
La historia constituye uno de los mejores momentos de la narrativa bíblica. Sin embargo, el don de Dios y la receptividad de Sara no cambian por completo el juego. La oscuridad que persigue a esta mujer marcada persiste. Habrá víctimas si Sara se sale con la suya. Alguien debe sufrir por el dolor que ella ha conocido.
Abraham tenía cien años cuando le nació su hijo Isaac.Y dijo Sara: Dios me ha hecho reír; cualquiera que lo oiga se reirá conmigo. Y añadió: ¿Quién le hubiera dicho a Abraham que Sara amamantaría hijos? Pues bien, le he dado a luz un hijo en su vejez.Y el niño creció y fue destetado, y Abraham hizo un gran banquete el día que Isaac fue destetado. Y Sara vio al hijo que Agar la egipcia le había dado a luz a Abraham burlándose de su hijo Isaac, y dijo a Abraham: Echa fuera a esta sierva y a su hijo, porque el hijo de esta sierva no ha de ser heredero juntamente con mi hijo Isaac. Y el asunto angustió a Abraham en gran manera por tratarse de su hijo.
Génesis 21:5–11 (LBLA)
A medida que avanza la historia, se hace evidente que YHVH protegerá al hijo de la sierva que la cínica Sara entregó a su marido como apoderado reproductivo. De hecho, Sara no se saldrá con la suya.
Sin embargo, la complejidad de la experiencia de Sara nos hace ver que la redención y la celebración sólo curan algunas cosas, no todo.
Sarah sigue marcada y vengativa en medio de su llamada al altar. El vestido blanco de su Primera Comunión cubre unos brazos magullados y llenos de moratones. Su canto de aleluya es tan real como puede llegar a ser, pero su labio se curva con burla y necesidad en el compás de fondo.
Hará falta algo más que un niño milagroso para curar lo que le pasa a Sarah. Y a nosotros.
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