Vivimos con el temor de que el grito de nuestro corazón no sea escuchado.
Podríamos soportar mejor la burla o el escarnio que el silencio. Este temor a no recibir respuesta no es una invención moderna. Se ha incorporado en la profunda necesidad humana de la conversación.
A ti clamo, oh Señor; roca mía, no seas sordo para conmigo, no sea que si guardas silencio hacia mí, venga a ser semejante a los que descienden a la fosa. Escucha la voz de mis súplicas cuando a ti pido auxilio; cuando levanto mis manos hacia el lugar santísimo de tu santuario.
Salmo 28:1–2 (LBLA)
Es la naturaleza de nuestra fragilidad que nuestra principal capacidad en la angustia no es resolver las causas de nuestro dolor -son demasiado abundantes y temibles- sino gritar. Rara vez necesitamos más espacio para blandir nuestra hacha, más esfuerzo, un poco más de tiempo para golpear o burlar a nuestros asaltantes. Estas son las exigencias de los fuertes, pero nosotros somos débiles.
Necesitamos, en cambio, a alguien que escuche y responda. Necesitamos ver alguna evidencia de que el cielo se agita en nuestro favor, algún soplo de hojas, algún paso que se acerque. Necesitamos un rostro, una voz, un salvador. Necesitamos ser rescatados.
El horror del mero silencio frente al eco de nuestro grito es, a menudo, nuestro más profundo dolor. Nuestro escenario más funesto. Nuestro horror más repugnante.
Mucho antes de que la piedad se deslizara en sus consuelos superficiales, existía el grito terrenal de un salmo como el vigésimo octavo, el reconocimiento lúcido de lo indefensos que estamos si YHVH no nos escucha, la insinuación de que lo hará.
Fijamos los ojos en la puerta, esperamos junto al teléfono, decimos a los niños que el Padre estará pronto con nosotros.
No se trata de una tímida evasión, sino de una esperanza reflexiva y decidida de que las cosas que hemos considerado reales lo sean de verdad. La perilla de la puerta puede estar girando incluso ahora. Incluso aquí. El silencio cede su gélido horror a la cálida Presencia sonora.
Leave a Reply