El trabajo incesante pretende justificarse a sí mismo. Nuestra agonía 24/7 proclama sus supuestos méritos.
El trabajo duro y con propósito es algo noble, es cierto. Sólo un intento de falsa espiritualidad lo niega.
Sin embargo, una verdad diferente también se cruza con nuestras manos ocupadas y nuestras mentes que zumban: todo es inútil si Dios no está en ello.
Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los que la edifican; si el Señor no guarda la ciudad,
Salmo 127:1–2 (LBLA)
en vano vela la guardia. Es en vano que os levantéis de madrugada, que os acostéis tarde, que comáis el pan de afanosa labor, pues Él da a su amado aun mientras duerme.
El lenguaje de la vanidad o el vacío se vincula con mayor frecuencia en la literatura bíblica a la adoración de los ídolos. Las representaciones en piedra y madera de la deidad son el ejemplo de la afición de la humanidad por la estupidez ritualizada. Los profetas cacarean ante el ridículo espectáculo de hombres y mujeres que tallan sus propios dioses y luego les rezan para que llueva o los rescaten. Se ríen del espectáculo de un hombre serio que talla un dios de un tronco de árbol y luego lo arroja a su estufa, para poder hornear su pan.
Los ídolos son, por excelencia, cosas inútiles. Desperdician tiempo, corazones y vidas en su inerte distracción del propósito humano.
El escritor del Salmo 127 tiene un ángulo de visión diferente. Aprovecha las imágenes y el lenguaje de la vanidad para calificar el trabajo serio que no tiene en cuenta el respaldo de YHVH. La actividad frenética, alejada de la conciencia que busca hacer con las propias manos la propia voluntad de Dios, es tan vacía como las inútiles reverencias y rasguños de un idólatra.
La crítica del salmo está destinada a dinamizar, no a desmoralizar. Dirige su instrucción a lo que es bueno mediante una mirada prolongada a lo que es inútil.
El poema nos invita a imaginar una casa construida por YHVH, una ciudad vigilada por su ojo que no duerme.
Pan en la mesa de una familia a la que le quedan fuerzas para levantar las manos agradecidas al cielo. Un hombre que se levanta al nuevo amanecer, con el peso del sueño de una noche completa.
Una nación con el propio aliento del Señor en sus velas desplegadas.
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