Un joven está a punto de desmayarse ante la dicha de la unidad. Le parece algo eufórico, una reunión de mentes homogéneas, el centrar vidas distintas en torno a una verdad perfecta. Es una idea de la que puede enamorarse, una perfección embriagadora, una abstracción que le parece que vale el mundo entero.
Los ancianos no se permiten tales ilusiones. Saben que la unidad no es simple ni fácil. Compensa estas aparentes deficiencias con su belleza sobrante.
Mirad cuán bueno y cuán agradable es
Salmo 133:1-3 (LBLA)
que los hermanos habiten juntos en armonía.
Es como el óleo precioso sobre la cabeza,
el cual desciende sobre la barba,
la barba de Aarón,
que desciende hasta el borde de sus vestiduras.
Es como el rocío de Hermón,
que desciende sobre los montes de Sión;
porque allí mandó el Señor la bendición, la vida para siempre.
La unidad, digna de uno de los mejores poemas de la Antigüedad, se gana con esfuerzo y tiene varios niveles. No insiste en que todo el mundo esté de acuerdo en todas las cosas, sino en que los corazones se unan en un pacto consciente y deliberado. Su frescura no radica en la ausencia de desacuerdos, sino en su estatus penúltimo. Los hermanos se miran a los ojos, eligen no negar la espinosa individualidad del otro, y luego se comprometen a estar con el hermano a pesar de su obstinada negativa a ver las cosas como uno las ve.
Este es el rocío de Hermón, la unción de Aarón, la brisa de Sión.
Así es la compleja y admirable unidad de los hermanos que habitan juntos a pesar de tantas cosas.
Sorprendentemente, para este escritor de Salmos, una unidad así no es un mero momento humano, por muy satisfactorio que sea. Es más bien la matriz fértil en la que YHVH deposita su bendición, incluso la vida eterna.
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