Ninguna voz habla más conmovedoramente desde el exilio que el escritor del salmo ciento treinta y siete. Junto a los ríos de Babilonia”, explica, “nos sentamos y lloramos por Sión”.
A estos captores de los judaicos exiliados, los cánticos de Sión les parecían un mero entretenimiento. El acento exótico, el extraño ritmo musical, debían parecer un respiro para el tedio del imperio. Todo lo que querían -no parecía mucho- era incitar a sus cautivos a cantar una o dos melodías de la Antigua Patria.
Cómo podían prever el doloroso popurrí de pérdida y lealtad que provocaría su petición:
¿Cómo cantaremos la canción del Señor
Salmo 137:4 (LBLA)
en tierra extraña?
Parece un sacrilegio entonar las viejas melodías de Jerusalén en esta tierra maldita y babilónica. “¿Cómo cantaremos los cantos de Sión en una tierra extraña?”, les pregunta el salmista a sus compañeros judíos. Dios no es tan bajo como para ser cantado a petición, por quien sea y con cualquier propósito. Cantar la canción de Sión aquí, señala el salmo, sería el acto por excelencia de cobardía y aculturación.
Seguramente Dios no está en este lugar, seguramente no está en posición de recibir alabanzas al estilo de Sión aquí, aquí en este maldito terreno babilónico, donde YHVH no es alabado y su pueblo no es libre.
Seguramente no…
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