El crescendo es una característica central de la alabanza bíblica. La dinámica de la adoración es tal que un número cada vez mayor de adoradores están atrapados en su fuerza concentradora.
Sin embargo, si se concentra, es decir, si se fija la mirada de la criatura en lo que es más cierto acerca de todo lo creado de lo cual él hace parte, también se descentra, porque su fuerza fluye hacia afuera. Casi por definición, la alabanza es una fuerza centrífuga, su potencia contagiosa cautiva círculos cada vez más grandes en su ruidosa labor.
Cuando el salmista ha agotado su descripción de la alabanza como el ofrecimiento de la comunidad humana, un reflejo recurrente le permite extenderse también al mundo no humano. Él personifica lo que previamente pudo haber sido considerado inerte, aquella naturaleza supuestamente no doxológica que nos rodea:
¡Ruja el mar y cuanto contiene,
(Salmo 98:7-8 LBLA)
el mundo y los que en él habitan!
¡Batan palmas los ríos;
a una canten jubilosos los montes!
Sería errado leer esto de forma rígida y literalmente, con esa inclinación peculiar de reificación que caracteriza el lector creyente cuando lee la Biblia. Empero, sería mucho más errado no darse cuenta del punto de vista del salmista acerca de la magnitud del circulo de alabanza.
Ciertamente existe algo benevolentemente totalitario en la práctica de alabar al Creador del mundo. Esa alabanza no está completa hasta que todos se han unido a su canto. La euforia de la alabanza lleva consigo una cierta tristeza en la actualidad, porque la comunidad que danza, que canta, y que adora es consciente de que todavía no todos reconocen que la verdad central sobre el Creador y la creación es que el Creador debe ser alabado por su creación.
La coerción no es el motor ni el medio de esta verdad. Al contrario, es impulsada por la agudeza que llega a aquellos que unen sus voces al canto, y sus cuerpos a la danza. YHWH es, como en el salmo dos antes que este es tradicionalmente traducido, muy digno de ser alabado.
Así es la cuestión.
El apóstol Pablo es, similarmente, profundamente doxológico en su entendimiento de la creación, redención y su divino Hacedor. Él sabe muy bien que todo pensamiento verdadero, todo discurso correcto lleva a una inexorablemente a la doxología. Para Pablo, no hay una fuerza coactiva en esto. Así como el salmista, él parece simplemente entender que así es el mundo. Aquellos que lo ven bien, aquellos cuyos lentes no están distorsionados por manchas refractarias, saben que es cierto y comprenden que es la más verdadera de todas las verdades.
Pablo conoce la tristeza, también. Una nota de melancolía que respecta el hecho de que aun no todos alaban de esta manera lo lleva a hablar de aquella creación que ‘gime’ mientas aguarda su completa y catastrófica redención.
Sin embargo, el apóstol está seguro, así como el poeta del salmo noventa y ocho, de que esta triste restricción no siempre detendrá el canto de la humanidad y la explosión doxológica que es el derecho y destino de toda la creación. Un día, él sabe, aún las ríos aplaudirán; incluso los montes cantarán juntos con alegría.
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