Palidecemos ante la lucidez del sufrimiento.
Si no hemos experimentado un ataque directo a nuestras vidas, nuestros modos de vida, nuestra familia o nuestra fe, los afilados cuchillos verbales de aquellos que se lamentan parecen incivilizados, inseguros e incómodos. Cuando leemos, evitamos dicho lenguaje, ya sea que nuestro público sean nuestros hijos, nuestra congregación o nosotros mismos.
A decir verdad, la lucidez de los atacados no es una cualidad que funcione bien en todos los contextos. Entendemos que la realidad y los corazones humanos son muy complejos y matizados para encajar en la bifurcación de nuestra raza de buenos y malos. ¿No fue una voz suprimida como la de Alexander Solzhenitsyn, la que nos enseñó dónde está la línea entre el bien y el mal?: no entre los pueblos o incluso entre los individuos, sino a través del corazón de cada ser humano.
Sin embargo, no debemos silenciar la voz de los mártires o los gritos de los vulnerables ante un final doloroso e injusto. Incluso si el interés personal es el motivo más elevado que tenemos, debemos recordar esto: Algún día yo podría necesitar estas palabras.
Porque no hay sinceridad en lo que dicen;
destrucción son sus entrañas,
sepulcro abierto es su garganta;
con su lengua hablan lisonjas[l].
Tenlos por culpables, oh Dios;
¡que caigan por sus mismas intrigas!
Échalos fuera por la multitud de sus transgresiones,
porque se rebelan contra ti. (Salmo 5:9–10 LBLA)
El poeta ha sabido lo suficiente sobre el sufrimiento, para poner una oración penetrante en los labios de aquellos que perdieron todo recurso excepto al propio YHWH.
El quinto salmo, como tantos otros, aclama la ruina como destino de aquellos que atacan la vida de su autor. Mientras dure su lúcido momento, el orador sabe que sus perseguidores se rebelan contra Dios mismo. Él sabe que suerte debe—¡por favor, Dios, hazlo!—caer sobre las cabezas de esos asesinos, cuyos dedos están manchados con la sangre de mi vida.
Al mismo tiempo, los fieles pierden su debilidad, su fragilidad hogareña, sus labios vulnerables tan capaces de hipocresía, sus corazones errantes, la semilla del mal que germina en sus almas y sin la providencia de YHWH y una larga acumulación de decisiones pequeñas y justas debe ubicarlos rápidamente al otro lado de la vida. De esta oración:
Pero alégrense todos los que en ti se refugian;
para siempre canten con júbilo,
porque tú los proteges;
regocíjense en ti los que aman tu nombre.
Porque tú, oh Señor, bendices al justo,
como con un escudo lo rodeas de tu favor. (Salmo 5:11–12 LBLA)
La definición de esta población afortunada es la definición del autor mismo. Como él, se refugian en ti.
En la desesperación, ellos son familia. La lucidez del sufrimiento no solo perfila con una nitidez poco común la silueta de nuestro enemigo. También etiqueta a este “hermano”, a aquella “hermana”, a este “niño” y a esta anciana “abuelita”.
El salmista desea para sus parientes no solo aquella protección que es obviamente necesaria. Él quiere más.
Él anhela la risa. Una risa profunda, alegre, exultante, que mece el vientre.
En la lucidez de la injusta aflicción, uno ora sin tanta palabrería: Haz que aquellos enemigos míos vaguen solos como muertos vivientes. Pero a estos, hazlos reír, incluso en lágrimas, hasta que no puedan recordar por qué.
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