Para el espíritu humano, pocas cosas implican fuerza, estabilidad y firmeza como un árbol. Empleamos sus anillos de crecimiento para establecer el tiempo de eventos que pasaron mucho antes de que naciéramos. Asumimos su presencia aún después de que hayamos marchado. Un árbol mide el pasar de los tiempos que vienen y que van a partir de su sombra, lo que hace que parezcan más pequeños y efímeros.
Por esto y más, el árbol es una metáfora recurrente en las Escrituras. Dicha imagen habla de las cualidades que he mencionado, y de muchas otras. El autor del Salmo 52 lo considera una metáfora apropiada para ayudarlo a expresar su confianza en las eternas misericordias del Señor, frente a las aparentes fuerzas invencibles de hombres malvados.
Motivado por la provisión eterna del Señor, el salmista se anima a dirigirse al malevolente, que en su mente está parado delante de él con una atención temblorosa.
¿Por qué te jactas de tu maldad, varón prepotente?
¡El amor de Dios es constante!
Tu lengua, como navaja afilada,
trama destrucción y practica el engaño.
Más que el bien, amas la maldad;
más que la verdad, amas la mentira.Lengua embustera,
te encanta ofender con tus palabras. (Salmo 52:1-4 NVI)De acuerdo con ese dualismo moral que enriquece la retórica de los hombres y las mujeres que escriben poesía mientras están bajo asedio, el salmista reduce a su adversario a un montón indiscriminado de malvadas maquinaciones.
Entonces, viene esta palabra:
Pero Dios te arruinará para siempre … ¡te arrancará del mundo de los vivientes!
Al leer tan feroz expresión de confianza en el carácter moral del mundo creado, es bueno recordar que uno lee las palabras del débil. El hombre débil vive por estas palabras, nutre su debilidad con la esperanza de que dichas expresiones son ciertas, deposita sus temores en la valiente confianza de semejante afirmación. No es fácil vivir asediado. Las palabras son, algunas veces, todo lo que uno tiene.
La confianza del salmista en el eventual destierro del malvado es una apuesta situada en la promesa del Señor para reivindicar al oprimido. Si él está equivocado, todo está perdido. Las probabilidades no son alentadoras.
En esta situación arriesgada, la autodescripción del escritor se torna más conmovedora que banal:
Pero yo soy como un olivo verde
que florece en la casa de Dios;
yo confío en el gran amor de Dios
eternamente y para siempre.
Un árbol, un antiguo olivo verde, plantado desde hace mucho tiempo en la propia presencia del Señor, aún florece mientras el odio y el caos agitan las aguas justo más allá de umbral del templo.
Cuando los niños pequeños sacan pecho y se proclaman invencibles, sonreímos y sabemos que aprenderán con el tiempo a moderarse, a evitar el lenguaje vanaglorioso y practicar la autocrítica a su justa medida.
Los niños pequeños efectivamente crecen y descubren que no son invencibles, que el odio es demasiado concreto para negarlo, que la vida a veces se convierte en un drama de supervivencia, que no tienen recursos excepto su confianza en Dios, cuyo amor y bondad duran más que cualquier rival.
A veces, adorando y orando en soledad, imaginan que son como un árbol, floreciendo en la casa de Dios.
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