A un lector acostumbrado a la distinción convencional entre lo sacerdotal y lo político o lo sagrado y lo secular le cuesta encontrar la calibración adecuada para un texto como éste:
Y el Señor habló a Moisés, diciendo:Mira, he llamado por nombre a Bezaleel, hijo de Uri, hijo de Hur, de la tribu de Judá. Y lo he llenado del Espíritu de Dios en sabiduría, en inteligencia, en conocimiento y en toda clase de arte, para elaborar diseños, para trabajar en oro, en plata y en bronce, y en el labrado de piedras para engaste, y en el tallado de madera; a fin de que trabaje en toda clase de labor. Mira, yo mismo he nombrado con él a Aholiab, hijo de Ahisamac, de la tribu de Dan; y en el corazón de todos los que son hábiles he puesto habilidad a fin de que hagan todo lo que te he mandado.
El vocabulario de la dotación «religiosa» ancla y satura el texto. Un artesano llamado Bezalel es llamado mediante un discurso divino dirigido a Moisés. Un espíritu divino lo llena. Uno espera aquí un profeta, un sacerdote, un habitante del templo, del tabernáculo o de la tienda festiva. En su lugar, encontramos a un artesano, un modelador práctico de los materiales más terrenales.
El clímax litúrgico del Éxodo, cuando los esclavos hebreos liberados son informados de la gravedad doxológica de su vocación, no se produciría sin las talentosas manos de Bezalel.
El lenguaje religioso moderno circula con las cláusulas, ya muy trilladas, de «llenarse del espíritu», «llamar» y cosas por el estilo. Bezalel, inclinado sobre una piedra que necesita ser cortada en una gradación de 16 grados para perfeccionar el trabajo romo de la naturaleza, merece cada sílaba de tales expresiones y mucho más.
El Artista Divino ha encontrado en el hijo de Uri un espíritu afín, un colaborador, un agente. Un instinto para la belleza no muy diferente del propio de Dios.
Leave a comment