Los días oscuros previos a la destrucción de Israel por el poderío de Asiria dejaron a pocos ilesos. Incluso los niños
Entonces el Señor me dijo: Toma para ti una tabla grande y escribe sobre ella en caracteres comunes: Veloz es el botín, rápida la presa. Y tomé conmigo como testigos fieles al sacerdote Urías y a Zacarías, hijo de Jeberequías.
Me acerqué a la profetisa, y ella concibió y dio a luz un hijo. Y el Señor me dijo: Ponle por nombre Maher-shalal-hash-baz; porque antes que el niño sepa clamar «padre mío» o «madre mía», la riqueza de Damasco y el botín de Samaria serán llevados ante el rey de Asiria.
Isaías 8:1-4 (LBLA)
Cuando el profeta pone este sombrío apodo a su hijo, señala la inminente destrucción de los amenazantes vecinos de Israel. El nombre significa: ‘¡Apresúrate al botín, acelera el saqueo!’
Sin embargo, no hay alivio en el relato, ya que esta misma excavadora asiria limpiará la tierra de las diez tribus del norte de Israel, las famosas ‘tribus perdidas de Israel’.
El papel del profeta no era un truco o un numerito divertido. Todas la noches, su vocación lo acompañó a la casa.
No hay que subestimar los extremos del legado isaiánico. Cuando la carga del profeta es sombría, es muy, muy sombría. Cuando es exuberante, los desiertos florecen con ella.
En todos los casos, el libro saca al lector de su autocomplacencia, instándole a mirar más allá de del aullido de los perros de la guerra, incitándole a preguntarse: ‘En nombre de YHWH, ¿qué está pasando aquí?’
¿Cuál es su propósito? La incómoda relevancia de la pregunta no caduca.
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