La potencia de la desesperación reside en parte en la pretensión de permanencia. Cuando estamos atrapados en la garra mortal de la tristeza, creemos que esto es todo lo que conoceremos. La promesa del amanecer parece impensable.
¿Por qué te abates, alma mía,
Salmo 43:5 (LBLA)
y por qué te turbas dentro de mí?
Espera en Dios, pues he de alabarle otra vez.
¡Él es la salvación de mi ser, y mi Dios!
Hay una realidad más concreta que la desesperación, más fiable y cercana al núcleo de lo verdadero. La desesperación nubla nuestra visión de ella, es más, la hace parecer un espejismo, una burla, una seducción atormentadora que no merece el tiempo que requeriría tomarle la medida.
El salmista lucha por conseguir la distancia literaria y existencial con su propia emoción que le permita dirigirse a su alma como si fuera otra. La interroga, que es lo que se debe hacer en el momento insostenible de la distancia y la conversación con un ser personificado que es realmente uno mismo.
¿Por qué te abates? y ¿por qué te turbas dentro de mí?
Perdemos el hilo si imaginamos en nuestra ingenuidad que la pregunta del poeta es retrospectiva. Ya nos ha dado muchas explicaciones sobre el motivo de su malestar. Su autocuestionamiento apunta más bien a una dirección prospectiva. Sabe más que su alma personificada que su estado depresivo no es su destino. Envalentonado por el recuerdo de Uno que es externo a la vorágine de la tristeza, se recuerda a sí mismo que debe esperar en ese Dios.
Entonces estas sílabas que rescatan el alma:
He de alabarle otra vez.
La desesperación no es el destino. Puede ser un ataque, una vacilación, incluso un pecado inconfesable. Pero, como la mayoría de nuestros otros destructores, es un tigre de papel. Pierde el equilibrio en un grado crítico pero casi imperceptible cuando decimos en voz alta en su presencia que no siempre estaremos tan atados por su malicia como lo estamos ahora, aquí mismo.
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