Habría sido difícil esbozar la trayectoria establecida por los ‘cánticos del siervo’ del libro de Isaías y llegar al perfil concreto de Jesús. La retrospección y la reflexión, por otro lado, son matiz de materia diferente.
Los escritores del Nuevo Testamento naturalmente hallaron a Jesús dentro del marco establecido por la enigmática figura del ‘siervo del Señor’ de Isaías. Estos escritores hicieron algunas conexiones, por decirlo así, y encontraron en el antiguo texto profético una indicación que perfilaba ciertos rasgos del Señor como aquel varón de dolores que conocería el rechazo, el dolor, la tristeza y la vergüenza. Y por ello les pareció que estaban ante la presencia de Jesús.
Depreciado y rechazado por los hombres,
Varón de dolores y familiarizado con el dolor.
Una estrategia interpretativa defendible permite que las citas y alusiones del Nuevo Testamento delineen nuestra atención exegética no sólo a las palabras antiguas que se citan explicitamente, sino a los contextos y pasajes más grandes a los que apuntan esos indicadores. Al seguir esta estrategia, el lector podría permitir que las alusiones sustanciales, pero austeras, a la famosa representación del siervo en Isaías 53, traigan a la mente el capítulo entero. Aunque el Nuevo Testamento en realidad no se refiere a Jesús por la descripción conmovedoramente hermosa ‘familiarizado con el dolor’, estas palabras memorables son tratadas y vistas de forma fluida como parte del perfil de Jesús como el siervo.
Ciertamente, la narrativa de los evangelios corrobora este cuadro de Jesús. Jesús no sólo se siente cómodo en su propia piel entre los más estrafalarios de la sociedad, los que se apresuraban a aprovechar cualquier ocasión para celebrar, socializar, y pasar el rato. Debió haber reído a menudo y bastante.
Las páginas de los evangelios del Nuevo Testamento también presentan a un hombre quien no oculta el dolor que yace a la superficie de su personalidad. No hay contradicción verdadera en esto, sólo—a lo sumo—una subversión de cualquier caricatura.
Jesús llora ante la tumba de un amigo. Se aflige ante los corazones endurecidos de la ciudad. Está familiarizado con la sal de las lágrimas que llega a su paladar a través del cálido y visible viaje por sus mejillas.
Jesús está, en palabras del profeta, familiarizado con el dolor.
Si semejante realidad mesiánica no precisamente fortalece aquel seguidor de Jesús que encuentra las olas del dolor rompiéndose sobre él como un oleaje airado e impredecible, es por lo menos consolador. Uno no rueda solo en medio de tales escollos, absorbiendo su violencia corporal en desesperado abandono. Por el contrario, uno comparte la húmeda, fría y creciente violencia de aquel mar con alguien que también conoce su fuerza hipotérmica enfermiza. La distancia entre el exterminio de un alma y su supervivencia a veces se reduce a tan solo esto: el espacio entre el sufrimiento solo y el duelo acompañado.
Es una cosa realmente temible y final, concluir que nadie sabe cómo yo me siento.
La tragedia de tal finalidad encuentra su obstáculo redentor, la oscuridad de tal desesperación encuentra una pequeña luz que invaden su tiranía, en un pequeño detalle que cambia el mundo entero: él también está familiarizado con el dolor.
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