Dos facetas abren el discurso de Isaías y develan su rostro en este corto pero extraordinario oráculo:
En verdad, el Señor tendrá compasión de Jacob y elegirá de nuevo a Israel. Los asentará en su propia tierra. Los extranjeros se juntarán con ellos, y se unirán a los descendientes de Jacob. Los pueblos los acogerán y los llevarán hasta su patria. Los israelitas los tomarán como siervos y siervas en el suelo del Señor; apresarán a sus captores y dominarán a sus opresores. (Isaías 14:1-2 N.V.I).
El texto no se apreciaría en su plenitud si no consideráramos lo insólito del pasaje: Los pueblos no iban a sobrevivir la experiencia del exilio en el Antiguo Cercano Oriente.
Contra todo pronóstico el exilio representaba el exterminio y la aniquilación de la nación sobre la tierra. Por la masacre y el caos, por la asimilación tan forzada, como no forzada. El pueblo ‘exiliado’ era un grupo étnico que estaba destinado a renunciar a toda esperanza de levantarse del exilio a manos de, por ejemplo, los Babilónicos bíblicos.
Pese a este este sombrío telón, YHWH en el libro de Isaías constantemente promete tener compasión y elegir de nuevo a su pueblo cautivo Israel / Judá. Esta afirmación es una bofetada a toda probabilidad histórica que avergonzaría al propio poder de Babilonia.
Sólo un señor con capacidad de sobrepasar la historia podría asegurar semejante afirmación y burlarse de toda corte humana. E incluso entonces, YHWH tendría que cumplir su promesa en la arena del espacio y del tiempo antes si su palabra fuera tomada en serio por todos, menos por aquellos desesperados que eran los cautivos de Sion.
Este giro divino de la cautividad hacia la libertad de Judá, era la primera de las dos hazañas extraordinarias del mensaje de Isaías al que me refiero. Era un retorno que afirmaba la mano misericordiosa divina y ofrecía el respaldo al llamado del profeta sobre su mensaje de que a Judá irremediablemente tenía que regresar (en arrepentimiento) y volverse (físicamente a Sion). Aunque para ello YHWH tenía que intervenir y derramarse en su pueblo, y para ello no había otra salida. Cualquier intención o acción humana para producir este resultado por pura fuerza humana, era heroísmo fútil, una locura histórica, una breve explosión de entusiasmo que se marchitaría borrando todo registro.
En segundo lugar, las ‘naciones’ encontrarían un lugar ambiguo en esta retórica. El texto afirma que los extranjeros reunirían a Judá y a la casa de Jacob, expresiones que connotan un fuerte olor de conversión y un sentido de injerto al que ellos podrían aferrarse.
Además, ‘las gentes’—los paganos reprensibles, en su totalidad—llevarían a Judá/Israel a su tierra y luego se volverían siervos lacayos del pueblo. Una vez más, Isaías muestra un panorama que sobrepasa toda lógica, pero se cumpliría si a YHWH se le creyera.
El lugar de las naciones en la visión de Isaías es algo debatible. Por momentos el libro nos permite vislumbrar a los no israelitas como virtualmente iguales con los mismos judaitas en la compañía de su Señor Redentor. Más comúnmente, las puertas se abrirían dadivosamente a los no judíos, a pesar de que el texto mantiene una especie de subordinación de los «gentiles» (el pueblo de las naciones no judías) a los propios judaitas que regresarían. Las circunstancias subordinadas de estos extranjeros quedan certificadas al menos en este pasaje. El lector debe conformarse con reconocer que no se cuenta con toda la información sobre cómo las naciones servirían para cumplir los designios divinos y se convertirían en siervas de Israel. Tal vez un poco. Tal vez mucho.
Sobre el tema de estos lacayos extranjeros, Isaías tendrá más que decir.
Cuando se tienen en cuenta estas características del texto, queda claro que el panorama profético no representa un optimismo prosaico e ingenuo de que las cosas saldrán bien al final.
Al contrario, Isaías nos dejaría sin aliento un mundo conocido que ahora queda deshecho. Y uno nuevo que apenas comienza.
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