¿Cómo lo conocí?, una mañana de enero, en medio de mis gritos y los suyos, entre agonía y algarabía, conocí a mi Hombre Perfecto. Poco a poco fui consciente de su existencia. Como obviar su presencia varonil, con una estatura de tres metros de altura y una espalda anchísima, tan ancha como la de un roble, su sombra me cubría infundiéndome seguridad. Sus manos grandes y fuertes, eran capaces de derrumbar todo lo que se interpusiera en mi paso. Una sola de sus manos me sostenía en el aire mientras yo haciendo una pirueta demostraba mi recién obtenida capacidad para mantenerme erguida sin más ayuda que aquella mole de concreto puro. En sus regazos no había nada que me atemorizara. Con él mi vida era perfecta y más aún cuando me remontaba en su Harley Davidson al mundo sin descubrir a la vuelta de la casa.
Pero como quien no se conforma con tal prototipo de hombre, a mis seis años, después del mediodía de un verano soñoliento, cuando las mujeres suspiraban las congojas amorosas en blanco y negro de Simplemente María y los hombres cabeceaban hasta las dos de la tarde, hora en que San José resucitaba de la siesta—refiriéndome a la capital no al pobre santo, reconocí a mi Hombre Perfecto. Recién llegada de la escuela me escapaba al potrero contiguo a mi casa, empujada por la ilusión de vivir una gran aventura en aquel espacio abierto, inundado de zacate, solo mío. En cada viajecito, una frontera invisible me restringía el paso hasta el establo que se encontraba al fondo del potrero, pero ese día, en un arrebato de rebeldía y de determinación avance hasta aquel caserón de tablas viejas que divisaba solo cuando me subía en la parte alta de la tapia de mi casa. Llegué hasta allí, contenta de haber vencido el miedo de viajar unos cuantos metros bajo mi propia responsabilidad.
Entre las amplias rendijas de los viejos tablones, lo observe, con sus perfectos 7 años, montado en su caballo blanco, dando vueltas en redondel como caballito en carrusel de feria. Cada tarde durante no sé cuanto tiempo me escapaba y repetía la hazaña, no solo por ver a mi Hombre Perfecto, sino acariciando la esperanza que algún día el sueño recientemente fabricado de convertirme en amazona se hiciera realidad. Cómo describir la alegría que me causó cuando en el tope nacional al pasar a mi lado, me saludó con su sombrero de vaquero y una maravillosa sonrisa, casi me muero ante la sorpresa que me reconociera. Sin embargo, muy pronto aprendí que nada es para siempre… ¿Qué nos distanció?, ¿las desilusiones o la incomprensión?, no,en realidad las circunstancias y aquella capacidad infantil de olvidar en un momento todo lo que parece importante.
Sin casa propia, mi familia como muchas familias de San José, nómada entre los barrios del Sur, tuvo que emigrar a otros lares. Con pesar recuerdo como tuve que abandonar los juegos y aventuras de mi potrero personal, que triste dejar mi viejo árbol en dónde mi hermano se inmortalizó en mi corazón confeccionándome una hamaca con mecate y llanta. Cuarenta años después el potrero y árbol permanecen allí, sabiéndose míos en su larga espera, ¿y la hamaca? No, esa no espero.
Al fin, encontramos una maravillosa casa de dos pisos en Bo. Güell, a orillas del Río Ocloro. A pesar del quebranto sufrido, siempre hay consuelo para el que llora, y después de cuatro años nos reencontramos, me bastó una mirada y lo reconocí, era Mi Hombre Perfecto, vestido de jeans, camisa a rayas y “converses” negras, con el cabello y los ojos tan negros como la noche y la piel color leche. Nuestra amistad inició empero a la larga distancia de tres cuadras y media que nos separaban, gracias a mi adolescente hermana, imán para los muchachos del barrio por su simpatía y dulzura, que hacia suspirar a esa misma distancia a cuatro hermanos de una sola familia, sin contar al mío, que suspiraba por mí, o al menos eso espero.
Primero fuimos amigos, luego nos juramos fidelidad eterna. Nuestra vida idílica se iba entre los hijos y su regreso al trabajo que yo celebraba con hermosos queques de barro, mientras él hacía todo lo que yo pedía. Tres años bastaron para darnos cuenta que era una pérdida de tiempo la crianza de aquella marimba de güilas de hule y un lapsus hormonal nos separó. De aquella relación solo quedó su insistente vigilancia desde la calle de enfrente cuando se acercaban otros posibles candidatos.
Pero el corazón no tiene celador. A mis dieciseises años, con diecinueve él,reapareció mi Hombre Perfecto, con hermosos y rasgados ojos verdes, resabio de un origen oriental no muy lejano. Sus costumbres totalmente nuevas para mí y la habilidad artística de sus manos me cautivaron. Pintaba a su Limón amado con los brillantes colores del inmenso océano caribeño, y en blanco y negro la añoranza de una inocencia que había dejado atrás hacía unos cuantos meses. Andábamos despreocupadamente por la vida, nada inquietaba nada preocupaba, tomábamos las calles de Barrio Amón dibujando como locos todo aquello que atrajera a la vista,y entre bosquejo y bosquejo terminamos pintando ilusiones que se borraron de un plomazo cuando el llanto de un hijo reclamó al padre desconocido.
Lo demás fueron solo aventuras, hasta que contando dieciocho años mi Hombre Perfecto volvió a legislar sobre mi razón. Contaba él 25 primaveras, más maduro, abogado de profesión, con unos hermosos hoyos en las mejillas. Siempre reflexivo, misterioso e inteligente. Estaba dispuesta a ir al fin del mundo si me lo pedía, pero la Providencia determinó otro camino para mí. Al fin y cabo, después de dos años de relación era claro que mi juventud y su madurez no resultaban ser la fórmula perfecta.
Sin nostalgia, cada uno tomó su camino, sin embargo, a los veintidós años transitando calle mundo, al dar la vuelta a la esquina de la vida lo encontré de nuevo, esta vez, frente a frente, era mi Hombre Perfecto. Con el cabello largo y oscuro, como oscura era la historia que llevaba acuestas, sus ojos reflejaban una mirada casi infantil pero no por eso menos hostil. Convencida me embarque con él en la aventura del matrimonio, y creyendo que navegaríamos juntos, con paciencia sufrí doce años los momentos más borrascosos de mi vida. La barca naufragó irremediablemente, y él como mal capitán resolvió abandonar la nave.
Han pasado los años, decidida a seguir adelante como dueña de mí misma, mi Hombre Perfecto se refleja en mí espejo cada mañana con rostro de mujer. Reflejo de la vida de muchas mujeres que como yo hemos tenido que jugar un rol que no nos corresponde. Siempre al tanto de pagar las cuentas, sacarla basura, pintar la casa, negociar con el plomero o realizar arreglos mínimos en la casa, de guiar la vida espiritual de las hijas o de llegar a buenos términos con los yernos, mi vida se va presentando ante mí como la quería. Sin reclamos ni amarguras, reconozco con alegría y agradecimiento que formé parte de la vida de alguien, y alguien ha sido espectador de la mía.
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