A esa hora cuando el atardecer solemnemente da espacio a la noche, cuando la mitad del cielo se pone celeste espejo y la otra toma un tono amarillo celeste, pintado al final de destellos naranja.
A mi lado iban dos chiquillos felices con la expectativa de disfrutar el viaje, el resto era gente como yo, contenta de regresar a casa.
El pito ensordecedor del tren anunció la partida, arrancó bamboleándose por aquellas calles antiguas llenas de casas de otro tiempo, por aquellos barrios testigos de una oligarquía cafetalera que le dio fisonomía a la economía de este país.
Y pensé en el cúmulo de ilusiones y sueños frustrados de toda aquella gente de la que ya nadie tiene memoria, e imaginé las miles de historias que se podrían escribir.
Y pensé en como sería la Costa Rica de aquellos tiempos y traté de imaginar a las gentes de antaño viajando en el tren como yo y a los transeúntes, espectadores eternos del tren, sonriendo como ahora lo hacen aquellos que con alegría ven al tren de nuevo en uso. Los chiquillos en cambio, se durmieron agarrados de su madre que los sostenía como solo una madre sabe hacerlo, a pesar de la carga adicional de bolsos, matillas y sombrillas.
Y agudizando mí mirada vi a mi madre caminando por esas calles, con su cabellera negra y ondulada hasta los hombros, vestida en traje sastre, elegante con sus medias de seda y sus zapatos de charol de tacón alto, trofeo de veinte años de pies descalzos, dirigiéndose a trabajar a la casa de los ricos.
Y pensé en sus sueños y sus alegrías y en sus anhelos frustrados. Y la vi como la veo ahora, un cuerpo malgastado habitado por un espíritu joven como el de aquella mujer que caminaba hacia su trabajo.
Y pensé en los buenos tiempos y los no tan buenos. En las experiencias vividas y las experiencias sufridas. En los amigos lejanos y los cercanos. Y la incertidumbre me dijo que tal vez nadie tendrá memoria de nosotros tampoco. E irremediablemente sentí la nostalgia que da pensar en los años idos, en el tiempo transcurrido en congojas inútiles y preocupaciones obligadas.
Y pensé en Dios, y lo vi inmutable a través de los tiempos, eterno y sublime, libre de limitaciones y siempre el mismo a lo largo de esta interminable línea de sueños y frustraciones, de esperanzas y desesperanzas, y lo vi apacible ante la carrera vertiginosa de las urgencias y las superficialidades de la vida cotidiana.
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