Es el encuentro de un maestro principal contra el gran Maestro. El escenario está listo y el hombre abre el debate:
“Rabí sabemos que has venido de Dios como maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con él” (Juan 3:2).
Buen discurso inaugural sin duda alguna, cargado con fuertes argumentos teológicos, esperado por parte de un gran erudito y conocedor de la ley.
Más Jesús no reacciona; en cambio observa en lo más recóndito del corazón del hombre. Hace falta más que una acertada declaración para engendrar una fe salvífica. Quizás por eso ofrece el tratamiento:
“Te aseguro que el que no nace de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3: 3).
Causa confusión en la lógica de este letrado, quien no logra entender la símil presentada. Nacer es:
Primero morir para luego brotar en el Espíritu.
Regresar para retomar el “corazón de niño” olvidado quizá, mucho tiempo atrás.
Es un cambio de mente y espíritu; abandonarse para permitir que esta vez Jesús gobierne sobre su libertad. Y con nuevos ojos atreverse a creer que, allí donde otros ven muerte y esterilidad, pude germinar la vida y la esperanza.
¡Esto es ver el Reino de Dios!
Es un camino que para algunos podría parecer absurdo. Pero no así para aquellos que buscan ser como niños. Al respecto el escritor Edesio Sánchez en el libro: Seamos como niños (2007), agrega:
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Porque todo aquel que se atreve a hacerse como un niño tiene abiertas las puertas del Reino, pues se atreve a aceptar los “absurdos” del Reino y de Dios.
Él lo comprendió, por tanto, no hay más camino que seguir esta nueva ruta y empezar el descenso:
Cambia su silla por el banquillo de estudiante, para permitir ser instruido. Se nota en el contenido de sus nuevas palabras cargadas de sencillez; las cuales se parecen más al estilo de aquellas pintorescas preguntas que hacen los niños y las niñas, en su etapa de los “mil y un porqués” que, a las interrogantes de un maestro principal:
¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo…? ¿Puede un hombre entrar de nuevo en el vientre de su madre…? ¿Cómo puedo hacer esto…?
…Pero es de así como comienza su transformación.
Varios años atrás, iniciando mis estudios en teología, asistí a un curso impartido por un profesor invitado: Gordon Fee; reconocido en el mundo de la erudición bíblica y escritor estadounidense.
Durante un receso salí a la cafetería. En una pequeña mesa identifiqué a un señor norteamericano como de 70 años y de grandes ojos azules. Me senté a su lado y comenzamos a conversar. Me dijo que tenía un doctorado en teología; pero sus siguientes palabras, las cuales nunca podré olvidar, en verdad me sorprendieron, cuando lleno de valor y humildad agrego: “Estoy aquí porque quiero conocer a Jesús” Todo un gran versado de las verdades bíblicas, sin embargo reconocía ¡no conocer al Jesús de la Biblia!
Por supuesto, la sabiduría y el conocimiento son importantes. Siempre y cuando no se vuelvan ocasión para esparcir nuestra arrogancia y creamos que, podemos “abofetear” a los más humildes con nuestras sapiencias, mientras en el fondo sabemos que nuestro vacío nos grita por una renovación en nuestro espíritu.
Siempre que consideremos la sabiduría y el conocimiento, como siervas al servicio de los más sencillos para ayudarles en su crecer.
Pero si las exaltamos con gran orgullo y jactancia, corremos el riesgo de endiosarlas, solamente para descubrir que aquel manojo de verdades incipientes, no son capaces de calentar nuestra alma.
Bien haríamos aprender de Nicodemo, quien decide dejar de caminar entre sombras para acercarse a aquel que se declara ser: Vida y Luz.
Volviendo a la escena anterior, reconozco que callé y no dije mucho. Creo que no estaba preparado para tal respuesta. Además, ¿qué podía yo ofrecerle a éste ilustrado más allá de mi sencillez, cuando lo que buscaba era precisamente la vida?
Le ofrecí lo que consideré mis perlas: una oración interna, una sonrisa y unas palabras de esperanza: ¡Espero lo encuentre!
Al concluir el curso, los allí presentes agradecimos al Señor por la sabiduría y la espiritualidad de este profesor. Nutrió y desafió nuestras mentes, pero nos ayudó a beber de un caudal fresco que sació nuestra sed.
Al otro lado del salón, divisé los ojos azules que se conectaron con los míos. Era el hombre mayor; pero esta vez su rostro se iluminó y no hubo necesidad de agregar palabras. Al siguiente momento comprendí que el encuentro se había producido, finalmente había regresado a casa: ¡Nació de nuevo!
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